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Arte e Ideas

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Bravísimo lleva el circo a la calle en el Festival de Mayo

Con humor, malabarismo complejo y una sinergia con el público, la compañía jalisciense presentó el espectáculo “Lumix” al pie de las escalinatas del Teatro Degollado.

Foto: Ricardo Quiroga

Guadalajara, Jalisco. La última presentación del colectivo Bravísimo dentro del programa de la edición 22 del Festival de Mayo fue un desafío. Siete y treinta de la noche y aún restaba una hora de luz. El reto era cautivar al público aun cuando el espectáculo “Lumix”, que el grupo performático de arte circense presentó en dos ocasiones en la capital jalisciense fue diseñado para lucir por la noche.

Siete de la noche. Desde el otro extremo de la Plaza de la Liberación, del lado de la Catedral de Guadalajara, detrás de los tantos grupos de futuros graduados que, con toga y birrete, esperaban para tomarse la foto de generación en ese contexto patrimonial, se escuchaban, fuertes y claras, las mezclas de un par de DJ’s que ya tenía hipnotizada a una buena cantidad de transeúntes al pie de las escaleras del Teatro Degollado.

No había punto débil en ese dúo de productores musicales: barbas largas y maltrechas y rastas. Uno de ellos, además, cada que los beats lo permitían, se sumaba a la mezcla con los sonidos de un saxofón. Y el público bailaba, aplaudía o percibía el momento a través de la pantalla de su celular. Se escuchaba “Something about us”, del dúo francés Daft Punk, y el espectáculo comenzaba a revelar sus vericuetos: una bolsa de pelotas de plástico y nueve torres con nueve pinos de malabarismo que tres hombres vestidos totalmente de negro alistaron a la orilla de ese pedazo de plaza que haría las veces de escenario.

Más tarde se supo que uno de esos DJ’s, precisamente el del “sax”, quien, además de todo, vestía una minifalda y unas zapatillas rojas, era el multinstrumentista Giancarlo Fragoso, front man de la banda tapatía de música electro-acústica Telefunka, metido en un cuadrado marcado en el suelo por una cinta verde fosforescente que restringía, para entendimiento del público, el espacio de trabajo de los músicos.

Ya para entonces se sabía que esos tres hombres de negro, discretos hasta entonces, eran los protagonistas del performance que iba a ser acompañado por la música que ya se gestaba en las mezcladoras instaladas dentro de esa oficina imaginaria que delimitaba la cinta verde pegada al piso. A la par, uno de esos hombres discretos se acercaba para ofrecer algunas pelotas de plástico a los espectadores, sobre todo a los más pequeños.

Parece normal, inherente en muchos casos, que de un espectáculo callejero no se sepa bien a bien cuándo realmente ha comenzado y en qué momento ciertamente ha terminado. También parece natural, casi por rigor, que el público sea partícipe imprescindible del acto.

Un paseante de los tantos curiosos reunidos ahí dejó el pudor en su casa y, con todo y una bolsa de pan que llevaba en la mano izquierda, se acercó a Giancarlo Fragoso para expresarle su aprobación y tomarse una selfi con el músico. Pero el asunto no quedó ahí. La supuesta selfi resultó ser una especie de video-selfi que duró por ahí de los diez minutos, para el beneplácito del público, que no sabía si reírse por la bolsa de pan que el hombre portaba como si fuera el escudo de un lancero o por el interminable video para el cual el entusiasmado espontáneo se empeñaba en salir en primer plano, extendiendo la mano derecha a todo lo que daba, como un arquero en tensión pero sin flecha. Cada quien con su espectáculo.

Y entonces, esa otra parte del performance, la que sí estaba programada, estaba dando comienzo. La gente lo supo porque esos hombres dejaron de ser del todo discretos y comenzaron a llevar la batuta de la presentación. Tres artistas y su herramienta de trabajo: nueve pinos con iluminación propia y coordinada con la música.

Una coreografía digna de la danza contemporánea pero sin el atletismo implacable, una serie de pasos simples con los que era suficiente para hacer un humor ligero, que conectaba de inmediato con el público, y un primer número de equilibrismo simple que hacía sospechar al público que la complejidad de los actos iría en aumento.

Malabarismos individuales, cada uno con tres pinos, después malabarismos dobles, con pinos compartidos, cuyas luces a la par de la música sí se notaban a pesar de que el sol se empeñaba en presenciar todo el acto, asomado por sobre la catedral. Más adelante, el acto, bien vaticinado, se puso más difícil, un malabarismo de tres pistas que interactuaban entre sí. El viento soplaba fuerte y los pinos volaban de un extremo al otro, unos al malabarista del centro y otro por encima de él para llegar hasta el otro extremo. Pinos que uno de ellos lanzaba de espaldas, con dirección a ese otro que no tenía a la vista. Una coreografía aérea tan compleja de trabajar que parecía fluida pero imposible de anticipar para la mirada de los más de cien que ya se amontonaban en el lugar.

“Up”, decía uno de ellos para indicar que era momento de dejar de intercambiar pinos en el aire y comenzar con los malabares individuales. En un par de ocasiones perdieron los pinos que salían botando por el suelo, pero con toda solemnidad, repetían el acto y lo ejecutaban con toda pulcritud que motivaba la ovación.

Fue la música, pero también la simpatía del número y, más que todo, la honestidad que todo acto callejero exige de sus ejecutantes; pero también fue la inclusión del público y el señor de la bolsa de pan; el célebre saxofonista y la música, porque sin la música, nada de lo anterior sería como fue.

La próxima presentación de Bravísimo será en la séptima edición del festival Periplo, un encuentro de circo organizado por la compañía en la ciudad de Guadalajara, que se llevará a cabo en julio próximo. Para mayores detalles, consultar la página elperiplo.com/festival.

ricardo.quiroga@eleconomista.mx

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