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Arte e Ideas

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Qué hacer para que el 2 de octubre no se olvide

Al abrigo de la desmemoria reaparece un pasaje fellinesco del infame Batallón Olimpia. Aquella extraña tarde del 2 de octubre, justo cuando me dirigía rumbo al mitin en la Plaza de las Tres Culturas.

Félix llamó insistiendo en que mejor debíamos ir al cine Ópera, donde acababa de estrenarse La dolce vita. Al terminar la función de cine, la lluvia caía a cántaros sobre la colonia San Rafael.

A los 16 años nadie sabe por qué hace las cosas, solamente sabe que no puede dejar de hacerlas en un instante preciso. A esa edad, muchas de las decisiones importantes se toman con la sensación de haber tenido una eyaculación precoz.

Las consecuencias de cada acto se convierten en sucesos desconcertantes e inefables que, al final, terminan siendo recuerdos equívocos e imborrables para el resto de la vida.

Tratar de entender, años después, qué fue lo que pasó entonces puede tentarnos a pensar de que, tal vez, hayamos cometido algún desacierto importante de la razón, un error de juicio –como se dice pomposamente en el argot psiquiátrico- al haber cruzado en más de una ocasión la delgada línea que separa la cordura de la locura.

Y es que el cerebro -cuya efervescencia depende de la actividad incesante de miles de millones de neuronas enviando y recibiendo señales en pos de un nivel superior de desempeño-, a los 16 años, suele funcionar como una simple caja en la cual resuenan las más poderosas e impredecibles emociones juveniles.

Es por eso que aquella extraña tarde del 2 de octubre, justo cuando me dirigía rumbo al mitin en la Plaza de las Tres Culturas y Félix llamó insistiendo en que mejor debíamos ir al cine Ópera, donde acababa de estrenarse La dolce vita, mi compromiso y solidaridad con el Movimiento Estudiantil se evaporaron en un santiamén.

De pronto, el anhelo urgente y turgente de contemplar en la pantalla a Anita Ekberg remojándose los muslos en la Fuente de Trevi fue el relámpago de inmadurez adolescente, el disparo de la amígdala cerebral -oculta en las profundidades de los lóbulos temporales-, lo que impulsó a decidirnos en favor de la película y abandonar nuestras intenciones de participar en la concentración multitudinaria de Tlatelolco.

Al terminar la función de cine, la lluvia caía a cántaros sobre las vetustas y congestionadas calles de la colonia San Rafael. La gente salía apresuradamente de aquella majestuosa sala cinematográfica enfundada en impermeables y desplegando sus paraguas sin siquiera barruntar el horror que a unas cuadras estaba ocurriendo.

Las sirenas se escuchaban ruidosamente y el aullido instilaba en nuestro ánimo algo ominoso muy difícil de describir.

Sin embargo, yo no dejaba de sentirme eufórico.

Las imágenes seductoras en blanco y negro actuaban a contraluz al paso de vehículos militares y policiacos cruzándose con camiones de bomberos y ambulancias. Finalmente, pudimos llegar a casa sanos y salvos.

Muchos años después, un día, llegó a mi consultorio un hombre atacado por la artritis y el desaliento. Aseguraba haber sido miembro del Batallón Olimpia, entrenado como provocador y partícipe de los acontecimientos del 2 de octubre de 1968.

Mis instrucciones –me dijo- eran hacer todo lo necesario para descabezar el movimiento estudiantil.

Al poco tiempo, murió sin haber expresado durante la terapia el menor arrepentimiento por sus crímenes. Nunca supo que yo pude haber sido una de sus víctimas y que Fellini me salvó.

moises.rozanes@eleconomista.mx

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