Buscar
Opinión

Lectura 7:00 min

La senda rusa hacia la premodernidad

La retirada estalinista de la ciencia y la lógica persistió tras el colapso de la Unión Soviética y ahora es la principal tendencia del gobierno del presidente ruso Vladimir Putin. Con su mitología basada en la fe, la distorsión de la historia y la negación de los hechos, la retirada de Putin de la Europa contemporánea no podría ser más marcada

LONDRES – El escritor ruso Piotr Chaadáyev dijo que su país “nunca avanzó junto a los demás; no guarda relación con ninguna de las grandes familias humanas; no pertenece ni a Occidente ni a Oriente y tampoco comparte sus tradiciones”. Ubicados, como estábamos, fuera del tiempo, escribió, “la educación universal de la humanidad no nos afectó”.

Eso fue en 1829. La solución al “acertijo, envuelto en un misterio y dentro de un enigma” -según la descripción que hizo de Rusia Winston Churchill hace más de un siglo- sigue tan lejos hoy como entonces. El filósofo John Gray escribió recientemente que el presidente ruso Vladímir Putin “es el rostro de un mundo que la mente occidental contemporánea no entiende”. En este mundo, la guerra sigue siendo parte permanente de la experiencia humana; pueden surgir combates letales por el territorio en cualquier momento; “y la gente mata y muere en nombre de visiones místicas”. Por eso los comentaristas occidentales y los rusos liberales están desconcertados por la denominada “operación militar especial” de Putin en Ucrania.

Las explicaciones de las acciones de Putin basadas en la personalidad son las más fáciles... y las más simplistas. Putin no está actuando ni como un jugador de ajedrez experto que calcula cada uno de sus movimientos, ni como un soberano trastornado por el poder o los esteroides.

Tiene, más bien, una visión distorsionada, o al menos parcial, de la historia rusa y de lo que constituye la virtud especial de Rusia. Pero esto no explica el amplio apoyo popular e intelectual con el que cuenta en Rusia la narrativa que usa para justificar sus acciones en Ucrania. Todos somos en alguna medida esclavos de nuestros mitos nacionales, lo que ocurre es que la mitología rusa no se ajusta a la “educación universal de la especie humana”.

Esperamos que Rusia se comporte en mayor o menor medida como un estado nación europeo moderno, o incluso posmoderno, pero olvidamos que carece de tres de los ingredientes cruciales de la modernización europea. En primer lugar, como escribió Yuri Senokosov, nunca experimentó la Reforma ni tuvo una Ilustración. Esto, según Senokosov, se debe a que “la servidumbre fue abolida recién en 1861 y el sistema autocrático ruso solo colapsó en 1917 (…) y luego fue rápidamente restaurado”. Por eso Rusia nunca experimentó el periodo de civilización burguesa que, en Europa, estableció los lineamientos del estado constitucional.

En segundo lugar, Rusia siempre fue un imperio, nunca un estado nación. La autocracia es su forma de gobierno natural. Para su zar actual, la desintegración de la Unión Soviética en 1991 fue una violación de la historia rusa.

El tercer ingrediente faltante, relacionado con la ausencia de los dos anteriores, fue el capitalismo liberal, del que Rusia solo tuvo una experiencia breve y limitada. Marx insistió en que la fase capitalista del desarrollo económico debía anteceder al socialismo, porque si se intentaba construir una economía industrial en la arcaica tierra del primitivismo campesino estaría condenado a convertirse en despotismo.

Sin embargo, esa fue exactamente la fórmula de Lenin: “el poder soviético sumado a la electrificación de todo el país”. Lenin, un oportunista brillante, seguía la tradición de los grandes zares reformistas que intentaron occidentalizar a la sociedad rusa desde el gobierno. Pedro el Grande obligó a los hombres rusos a afeitarse la barba y enseñó a sus boyardos: “No se den atracones como los cerdos; no se limpien los dientes con el cuchillo; y no sostengan el pan contra el pecho mientras lo cortan”.

En el siglo XIX, la relación de Rusia con Europa adquirió otra dimensión con la idea del Hombre Nuevo, un estereotipo occidental vinculado inextricablemente a la filosofía iluminista, y entusiasta de la ciencia, el positivismo y la racionalidad. Aparece en el personaje de Stoltz en la novela Oblómov, que publicó Iván Goncharov en 1859. En Padres e hijos (1862) de Iván Turgenev, es el “hijo” nihilista Bazarov, que promueve la ciencia y clama contra las tradiciones irracionales de su familia. La novela ¿Qué hacer? (1863) de Nikolai Chernyshevsky, que influyó fuertemente en Lenin, imagina una sociedad de vidrio y acero construida sobre el razonamiento científico.

Debido a sus superficiales raíces en la cultura rusa, esas proyecciones futuristas incitaron una revuelta de los campesinos literarios. Memorias del subsuelo, publicada en 1864 por Fiódor Dostoyevski, no solo se convirtió en uno de los textos canónicos del eslavofilismo cristiano, sino que además planteó profundas preguntas sobre la propia modernidad.

Fueron los bolcheviques los responsables del mayor intento colectivo por sacar al Hombre Nuevo de la literatura y lanzarlo al mundo. Al igual que Pedro el Grande, entendían que para transformar a una sociedad hay que transformar a su gente. Lanzaron un esfuerzo concertado con la participación de los artistas más destacados de la vanguardia de la época para modernizar la mentalidad de la gente y nutrir su conciencia revolucionaria. Los rusos se convertirían en los Hombres Nuevos con mentalidad científica y colectiva que ayudarían a construir la utopía comunista.

Tal vez ese fue el mayor de los fracasos. Como Stalin consideró que se había logrado el socialismo en 1936 y la literatura y el arte realistas y socialistas exigidos por el estado exaltaban el misticismo por sobre la ciencia, los sueños soviéticos del Hombre Nuevo nunca lograron ser más que eso. La retirada de la ciencia y la lógica sobrevivió al colapso de la Unión Soviética y es ahora la tendencia que anima al gobierno de Putin. Su propia mitología basada en la fe, la inusual relación simbiótica con el patriarca en Moscú de la Iglesia Ortodoxa, Cirilo, la deformación de la historia y la negación de los hechos resaltan el distanciamiento entre Rusia y la Europa contemporánea.

En su libro de 2003, The Breaking of Nations, el exdiplomático de la Unión Europea Robert Cooper señalaba que el futuro de Rusia aún estaba abierto. La firma del Tratado de Fuerzas Armadas Convencionales en Europa y los posteriores intentos rusos por sumarse a la OTAN indicaban que los “elementos posmodernos” estaban “tratando de salir”. Se discutirá durante mucho tiempo si el acercamiento se frustró por la arrogancia occidental o por la incompatibilidad rusa. Para 2004 Putin había abandonado la mayor parte de sus tendencias liberalizadoras y comenzado a abrazar el tradicionalismo. Según la clasificación de Cooper, Rusia es un estado premoderno.

Después de la invasión de 1968 a Checoslovaquia, el escritor checo Milan Kundera se negó a adaptar El idiota, de Dostoyevski, al teatro. “El universo de gestos desmedidos, turbias profundidades y sentimentalismo agresivo de Dostoyevski me produce rechazo”, dijo Kundera. Es en esas turbias profundidades, detrás de la fachada racional, que podemos vislumbrar la guerra de Putin.

El autor

Miembro de la Cámara de los Lores británica y profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick, fue director no ejecutivo de la empresa petrolera rusa privada PJSC Russneft entre 2016 y 2021.

Traducción: Esteban Flamini

Copyright: Project Syndicate 1995 - 2022

www.projectsyndicate.org

Únete infórmate descubre

Suscríbete a nuestros
Newsletters

Ve a nuestros Newslettersregístrate aquí

Últimas noticias

Noticias Recomendadas