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Arte e Ideas

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Viajando con alucinógenos

Se pensaba que valía la pena experimentar con pacientes psiquiátricos y drogas psicodislépticas.

Quiero a mi mamá, quiero a mi mamá –repetía sollozante Óscar, un joven y talentoso pianista, burdamente infantilizado bajo los efectos de los alucinógenos.

Esa madrugada, hace más de 40 años, un grupo de alumnos del Conservatorio Nacional de Música eran transportados, desde una casa típica de la colonia Condesa, estilo neocolonial, en la calle de Popocatéptl, hasta los confines de sus mentes, a través de un viaje psicodélico oficiado por un polémico psiquiatra.

El doctor Salvador Roquet pensaba, al igual que algunos investigadores de la época, que al existir notables semejanzas entre las manifestaciones clínicas de las psicosis (verbi gratia esquizofrenia) y aquellas que desencadenaban las sustancias alucinógenas, valía la pena experimentar con pacientes psiquiátricos, usando distintas drogas psicodislépticas con el fin de encontrar tanto las causas como las posibles curas de las enfermedades mentales. Para ello era menester que dichas personas estuvieran dispuestas a dejarse conducir por rutas completamente desconocidas e inciertas de su cerebro, sin reserva alguna y con total devoción hacia su médico tratante, durante unas sesiones grupales que podían llegar a durar más de 24 horas.

Dietilamida del ácido lisérgico (LSD), mescalina inyectada o masticada del peyote, hongos de la Sierra Mazateca, Datura stramonium (toloache), ketamina intravenosa y marihuana eran algunas de las especialidades del menú que Roquet iba asignando ritualmente, a lo largo de la noche, a cada uno de sus pacientes. La frecuencia de administración y las dosis de alucinógenos eran algo que solamente él sabía y que determinaba de acuerdo con... ¿quién sabe?

El ritual comenzó alrededor de las 10 de la noche dentro de la estancia principal. Además de unos 20 pacientes, entre hombres y mujeres de distintas edades, nos apretujamos un grupo de cinco observadores -enfundados en distintivas batas blancas– más el propio Roquet en calidad de sumo pontífice. Tan pronto apagaron las luces se inició la exhibición, sobre una pared carcomida por el salitre, de una película hollywoodense. Al poco tiempo, un par de aparatos ya proyectaban, en muros adyacentes, imágenes que oscilaban arbitrariamente entre temas de amor, paisajes bellísimos y escenas espantosas de guerra, desolación y catástrofes naturales. Por si fuera poco, simultáneamente también podía escucharse, desde las bocinas de una grabadora, un repertorio musical con piezas que alternaban entre Beethoven y Frank Zappa.

Al cabo de unas horas, aquello quedó convertido en una suerte de manicomio donde unos cantaban, mientras que otras maldecían a gritos o lloraban sin consuelo. Otros simplemente quedaron como estatuas petrificadas.

El periplo duró hasta la puesta del sol siguiente. Los incidentes descomunales y desquiciantes siempre fueron resueltos mediante deliberaciones instantáneas en las que Roquet, en todo momento, se mantuvo como director absoluto de su mise en scène.

Susan Sontag (1978): La metáfora del viaje psíquico es una extensión de la idea romántica de viajar (…) para curarse el paciente ha de salir de su rutina diaria. No es por casualidad que la metáfora más común de una experiencia psicológica extrema -por drogas o psicosis-, sea la de trip .

Actualmente, la locura ha perdido capacidad para la metáfora. Los alucinógenos ya no transportan a nadie a ninguna parte.

rozanes@prodigy.net.mx

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