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Opinión

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Recuento para un cumpleaños

Gabo en su última aparición pública. Foto EE: Especial

Gabo en su última aparición pública. Foto EE: Especial

Nació en Aracataca un glorioso 6 de marzo. Aunque comenzó su carrera profesional trabajando para periódicos locales –en Cartagena –, su verdadero destino sería la escritura de altos vuelos. Su ascensión comenzaría con una novela breve, La hojarasca, cuya acción transcurriría entre 1903 y 1927, – justo el año en el que vino al mundo.

Desde ese momento, leerlo fue como una premonición: tres personajes, representantes de tres generaciones distintas, desatando -cada uno por su cuenta- un monólogo interior centrado en la muerte de un médico que acababa de suicidarse. En aquella historia aparecía por primera vez la figura de un viejo coronel. Después nos dijeron que la hojarasca era el símbolo de una compañía bananera, y por lo tanto también una metáfora de la triste y atroz intervención de los males que habían desgranado y siguieron desgarrando a Latinoamérica. El mundo todavía no sabía que ya había comenzado a gestarse Cien años de soledad y probablemente él tampoco.

Después, en 1961, publicó El coronel no tiene quien le escriba. Entre sus páginas ya estaba la lluvia que no cesa, una soledad devastadora, la añoranza de pasadas batallas, la pobreza. Una mujer que apenas era una sombra y no muy amorosa compañía. También estaba el gallo, amarrado para siempre a los pies de un coronel que añoraba cartas desde entonces. Al año siguiente publicó algunos de sus cuentos -ocho en total- bajo el título de Los funerales de Mamá Grande. Parecía estarnos preparando para su obra monumental, pero era demasiado tarde.

Ya vivíamos entre las mismas paredes que había imaginado, conocíamos a la misma gente, estábamos salpicados por la magia, no sabíamos si realmente existía Cartagena, era real Aracataca o si todos éramos oriundos de un legendario y mítico lugar que se llamaba Macondo. Fascinados, siempre lo supimos, pero nunca nos importó:  los territorios descritos por su pluma eran en realidad la misma cosa.

Cuando llegó el relato de la estirpe de los Buendía, acabó por abrirse y cerrarse el universo. Leímos la gran saga de la historia de Latinoamérica, el amor visto desde todas las temperaturas y ángulos de un prisma, la esperanza y la desesperación, la memoria, el olvido y las lecciones que la vida insiste en repetirnos junto a los errores que llevamos más de un siglo repitiendo. Mariposas amarillas, mujeres que se fueron volando al cielo agarradas de una sábana o que mientras se quemaban la mano en una estufa se achicharraban hasta el alma. Una novela que no pudimos dejar hasta la última página y leímos una y otra vez, siempre retándonos a memorizar el árbol genealógico de los Buendía, para no amarrarnos a uno hasta morir –como José Arcadio–  en caso de no poder hacerlo.

Los teóricos hablaron del realismo mágico. Los intelectuales del boom latinoamericano. La crítica afirmó que “Cien años de soledad” era el escrito más trascendente de Gabriel García Márquez y que junto a Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, había cambiado la historia de la literatura hispanoamericana.

Llegó el Premio Nobel en 1982. Con él, las expresiones de “Gabo, nuestro escritor favorito” y “ejemplo de excelencia universal”. También los datos impresionantes: era el autor de la novela más traducida de este lado del mundo  – a 35 idiomas – y la más leída en español. Para nuestra felicidad, los cotilleos de que, a pesar de haber sido publicada en Buenos Aires, por la Editorial Sudamericana, con un tiraje inicial de 8,000 ejemplares, los 18 meses de su realización y todas sus páginas habían sido escritas en la Ciudad de México. Y entonces, ya adoptado, ya hermanado, ya vecino, nunca dejamos de seguir las historias de su pluma.

Cuando el Gabo murió, hace ya nueve abriles, nos dimos cuenta de que ya no tendríamos una segunda oportunidad sobre la tierra para volver a escuchar palabras suyas. Pero al final nos resignamos y nos alegramos del tiempo transcurrido.

Hasta llegar hoy, la fecha perfecta para organizarle una fiesta personal. Estar pensando en él por lo menos un rato y cumplirnos un deseo por su cumpleaños: leerlo otra vez con la emoción de antes. Recordar cuando dijo que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y no lanzarnos a sus grandes novelas o a completar la lectura de sus Obras completas. Leer ahora, por ejemplo, el pedacito del cuento “Alguien desordena estas rosas”, que hoy le pongo aquí:

“Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo de rosas a mi tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella cultiva para hacer altares y coronas. La mañana estuvo entristecida por este invierno taciturno y sobrecogedor que me ha puesto a recordar la colina donde la gente del pueblo abandona sus muertos. Es un sitio pelado, sin árboles, barrido apenas por las migajas providenciales que regresan después de que el viento ha pasado. Ahora que dejó de llover y que el sol de mediodía debe haber endurecido el jabón de la cuesta, podría llegar hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi cuerpo de niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces”.

Entonces podrá celebrar, lector querido, el cumpleaños de hoy, que ayer también fue domingo y hace mucho que no llueve.

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