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Arte e Ideas

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“Que así te quedes”: el poema que deja clavados a Cristo y al lector

Pintura de Fra Angélico en la Basílica de San Marco, en Florencia. Foto: Shutterstock.

Primer acto. Un clérigo se jacta del acierto de quienes crucificaron a Jesucristo. Un arranque digno de Tarantino, que nos descubre la mirada de un poeta maldito, un sacerdote atípico que, por su inclinación al tormento y a la botella, pareciera sacado de El Poder y la Gloria de Graham Greene.

Así te ves mejor, crucificado.

Bien quisieras herir, pero no puedes.

Quien acertó a ponerte en ese estado

no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Este artículo presenta y glosa un heterodoxo, conmovedor y espléndido poema de Alfredo R. Placencia, sacerdote católico que fue uno de los poetas más intensos de las letras mexicanas.

Pero, al mismo tiempo, es uno de los menos conocidos. Lo cual encuentra explicación en el hecho de que vivió alejado de los círculos intelectuales. Y también permaneció ajeno a la discusión literaria.

Placencia, casi un alter ego del cura rural, inmortalizado en la literatura y el cine por George Bernanos y Robert Bresson, fue capaz de vender su saxofón empujado por la necesidad y contarlo en una serie de sonetos titulada Lo que fue del soprano.

Una especie de Quijote errante, que deambuló por las parroquias de medio Jalisco víctima del rechazo e incomprensión de la jerarquía eclesiástica. El lírico soñador que quiso salvar a las monjas del Verbo Encarnado de Puebla con los beneficios de la edición de sus poemas.

Pero, al mismo tiempo, un provocador que arrastra al lector con versos heréticos hasta el corazón de su mística y no lo suelta hasta el cuarteto final, donde aguarda un inesperado giro de guion.

Cura, alteño y nómada

Plascencia nació en el pueblo de Jalostotitlán en los Altos de Jalisco el 15 de septiembre de 1875 y falleció el 20 de mayo de 1930. Vivió en pobreza y pasó su vida sacerdotal dando tumbos de un pueblo a otro, ya que algunos clérigos y miembros de la jerarquía eclesiástica lo rechazaban.

Vivió siempre atormentado por su propia fragilidad humana. Se dice que era alcohólico como su madre. Y, aunque fue sacerdote católico, tuvo amoríos y hasta un hijo que cuidó como devoto padre.

El remordimiento por sus culpas lo sumergió en el sufrimiento. La angustia aparece como tema recurrente en sus poemas. Esto le valió el sobrenombre de “bardo del dolor”.

Dos veces fue desterrado por los jerarcas de la Iglesia. La primera, a pueblos de California. Luego, a la república de El Salvador.

Entre sus innumerables poesías destaca la que él llamó “Ciego Dios”. Es una de las que se salvaron de las llamas del rechazo clerical, pues en diversas ocasiones miembros de la clerecía quemaron o incautaron sus composiciones.

Édgar Amador considera que Placencia es de los mejores poetas dentro de la tradición religiosa del castellano.

El poema completo

Ciego Dios

Así te ves mejor, crucificado.

Bien quisieras herir, pero no puedes.

Quien acertó a ponerte en ese estado

no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego.

No lo digas; eso es un desatino.

¿Cómo es que dio con el camino luego,

si los ciegos no dan con el camino…?

Convén mejor en que ni ciego era,

ni fue la causa de tu afrenta suya.

¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!

Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,

que me llamas, y corro y nunca llego…!

Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,

ciégame a mí también, quiero estar ciego.

La herejía del poeta

En los primeros versos de este poema, el bardo expresa ideas “absolutamente inusitadas y asombrosas”. Rompe con siglos de tradición que imploran deponer al cuerpo ultrajado del Salvador de su sangrante tortura.

Placencia exige lo contrario: que lo dejen clavado en la cruz, que allí se quede. Su atrevimiento no tiene paralelo cuando exige que Cristo permanezca crucificado. Sus versos parecen blasfemos, impregnados de incredulidad.

El poeta escribe: “Bien quisieras herir, pero no puedes”. Aquí el bardo atribuye a Cristo la intención de vengarse olvidando que el Salvador no busca vindicación. Además, no puede resarcirse porque los clavos lo tienen sujeto al madero.

Luego, en la segunda estrofa, Plascencia inculpa al crucificado de engañar. De expresar que el soldado que perforó su costado estaba ciego. Lo acusa de mentir cuando afirma que el soldado era invidente.

Hasta aquí, los asombrosos cuartetos del sacerdote Placencia constituyen una herejía. Parecen celebrar el martirio de Cristo. Y, además, lo presentan como un engañador.

El ciego es Cristo

El tercer cuarteto vuelca el hilo del discurso. Placencia increpa a Cristo al afirmar que Jesús es el ciego de amor:

¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!

Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

El ciego no es pues el soldado que perforó con su lanza el costado del Salvador. El combatiente que sanó de su ceguera física con la sangre y el agua del costado del crucificado. El poeta se desmiente aquí de presentar a Jesús como engañador.

El giro del alegato de los versos anteriores se trastoca. La ceguera no es del soldado. El ciego es Cristo que está ciego de amor.

El poeta implora ser ciego

El último cuarteto regresa el poema a la tradición sacrificial católica. El poeta y sacerdote quiere dejar a Jesús en la cruz. Porque anhela acompañarlo en su tormento y su ceguera de amor.

En los últimos versos, aparece la endeblez del bardo que se siente llamado al amor. Pero, a pesar de su permanente decisión de seguir el divino llamado, falla.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,

que me llamas, y corro y nunca llego…!

Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,

ciégame a mí también, quiero estar ciego.

En estos últimos versos aflora con vigor la fragilidad del clérigo. Expresa su dolor, su pesar, su sentimiento de culpa y su impotencia. Por ello suplica al Salvador que lo vuelva ciego.

Pide a Cristo que lo ciegue de amor para sobrepasar su fragilidad. Quiere seguir su llamado acompañándolo en la cruz, en el amor. Suplica a Jesús que lo ciegue porque él también quiere estar ciego.

Poesía en clave de Dios

Placencia hizo de la poesía parte fundamental de su religión. Desplegó una voz llena de matices tales como el dolor, el destino humano, el cuestionamiento de la divinidad”. Como puede apreciarse en los versos que hemos revisado.

José Emilio Pacheco afirma: “Placencia es, antes de Carlos Pellicer, nuestro mejor poeta católico”. Y Gabriel Zaid está convencido de que este poema es “digno de figurar en una antología universal de poemas a la crucifixión”.

La revaloración de su obra por José Emilio Pacheco y los cada vez más numerosos estudios otorgan a Placencia un lugar definitivo en la historia de las letras mexicanas.

Alfonso Reynoso Rábago, Profesor Investigador, Universidad de Guadalajara

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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