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7 de octubre
Está semana se cumplió un año desde que el grupo terrorista islámico Hamás desatara un ataque contra poblaciones del sur israelí. Su objetivo no era únicamente destruir bases militares, sino exterminar de forma indiscriminada a todo aquel que fuese habitante del Estado judío. La operación planeada durante años pasó desapercibida para los servicios de inteligencia hebreos, limitados por la negligencia política de Netanyahu, quien sostuvo a capa y espada la idea de que Hamás no era peligro alguno y que la amenaza vendría del norte con Hezbolá a la cabeza.
La imposibilidad de rescatar a los rehenes vivos y muertos secuestrados por Hamás, prolongó la incursión israelí en Gaza al punto de que tanto para Netanyahu como para Sinwar, el tema de las negociaciones para su liberación pasó a segundo término.
Y mientras tanto en el frente libanés un Hizbolá impulsado por su dueño —el gobierno de Teherán — aumentó la intensidad y profundidad de sus misiles lanzados sobre territorio de Israel. La respuesta israelí fue el aniquilamiento del líder chiita Nasralla, e incluso de su sucesor, dejando a Hizbolá sin cabeza política y operativa.
La respuesta iraní fue la de dirigir sus misiles balísticos sobre Israel, intentando lograr un daño significativo contra los habitantes del Estado judío sin distinción alguna. Como lo han hecho durante décadas, los escudos antiaéreos evitaron una catástrofe humanitaria en Israel. Pero Occidente se sigue manejando con interpretaciones que obligan a sus pares a comportarse conforme a los valores de las democracias, mientras se exime de responsabilidad a las sociedades del fundamentalismo islámico, donde el valor de la vida o los derechos humanos carecen de vigencia por ser consideradas expresiones legítimas de una cultura diferente.
Así, desde Naciones Unidas un irrelevante Secretario General como Antonio Guterres, es capaz de poner en el mismo plano al fundamentalismo iraní de los ayatolas, con las respuestas militares israelíes sobre Hamás, Hizbolá y sus patrones en Teherán, cuyo objetivo manifiesto es destruir al Estado judío y a su población.
La irresponsabilidad y miopía del gobierno de Netanyahu son parte del problema, básicamente por su incapacidad de establecer una estrategia coherente, y su obsesión por mantenerse en el poder y no ser juzgado por los delitos de corrupción y abuso de poder que forman parte de esa visión que no pudo percibir la amenaza real de Hamás en Gaza.
Es esta postura que se niega a una solución racional del conflicto basada en la legítima aspiración de ambos pueblos a vivir en paz en dos Estados respetuosos del derecho del otro a existir. Si bien la postura de Netanyahu y sus aliados no pretende exterminar a los palestinos como sí lo hace su contraparte islamista, mantener la ocupación en Cisjordania únicamente degrada la posibilidad de un Medio Oriente pacífico y tolerante.