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Opinión

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Al plan económico laborista le falta ambición keynesiana

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El clima económico actual de aversión al riesgo exige una mayor inversión pública para atraer capital privado reacio. Pero la insistencia del primer ministro británico, Keir Starmer, en adherirse a reglas fiscales estrictas arroja dudas sobre su capacidad para sacar al Reino Unido de su malestar económico.

LONDRES. En un discurso reciente, la nueva canciller de Hacienda del Reino Unido, Rachel Reeves, reiteró su compromiso con ”las normas fiscales”: reglas que exigen “equilibrar el presupuesto actual” y ”reducir la participación de la deuda (nacional) en la economía para el quinto año (del gobierno laborista)”. Esto implica reducir la proporción de deuda al PIB –cuyo nivel actual es del 100%– dentro de los próximos cinco años y eliminar el déficit presupuestario –de GBP 121,000 millones (USD 157,000 millones) o el 4.4% del PIB–.

Simultáneamente, los laboristas se comprometieron a no aumentar los impuestos de manera significativa; en lugar de eso el gobierno optó por ajustes menores, como abolir la exención fiscal non-dom (para quienes viven en el Reino Unido, pero declaran residencia permanente en otro país), gravar con un impuesto al valor agregado del 20% las tarifas de las escuelas privadas y eliminar vacíos legales fiscales.

El gobierno debe, por lo tanto, impulsar el crecimiento económico para cumplir sus metas de reducción del déficit y la deuda. El objetivo de los laboristas es aumentar el crecimiento anual del PIB al 2.5% (fue, en promedio, del 1.1% entre 2008 y 2023), pero para ello hay que aumentar la inversión pública. Notablemente, el Reino Unido gasta menos en la actualidad que la mayoría de los países del G7.

Para cambiar esa situación, el gobierno planea invertir significativamente en la transición verde, a través de la empresa Great British Energy, creada recientemente, y de un Fondo Nacional de Inversión que creará en el futuro; pero dado que las estrictas normas fiscales restringirán inevitablemente la inversión pública, la agenda económica laborista es más una apuesta al crecimiento que una estrategia de crecimiento.

El énfasis de los laboristas en las normas fiscales representa el último capítulo del tira y afloje británico entre las normas y la discrecionalidad. Durante la era victoriana, los principales pilares de la política económica británica fueron tres: el patrón oro, que exigía al Banco de Inglaterra convertir los billetes en oro a un precio fijo cuando sus poseedores se lo requirieran; la norma del presupuesto equilibrado, que garantizaba que los ingresos siempre cubrieran al gasto gubernamental, y la así llamada “regla de endeudamiento”, que fijaba un fondo anual de amortización para retirar deuda, contraída principalmente durante las guerras.Los economistas de la época creían que la guerra era el principal motivo de aumento de la deuda.

Pero esos pilares de la ”divisa fuerte” colapsaron durante la primera mitad del siglo XX después de las dos guerras mundiales, la Gran Depresión entre ambas y la ampliación de la franquicia... y así llegamos a John Maynard Keynes y la economía discrecional. Según la teoría de la preferencia por la liquidez de Keynes, cuando el futuro es incierto la gente suele preferir activos líquidos a embarcarse en proyectos que le darían ganancias en alguna fecha futura indeterminada.

Keynes creía que las bonanzas económicas sólo tenían lugar durante periodos de exuberancia irracional y que el estado normal de la economía capitalista era el desempleo de equilibrio. La solución no era “abolir las bonanzas para seguir en una semidepresión permanente”, sino ”abolir las depresiones para seguir en una semibonanza permanente”; el mecanismo para lograrlo era la inversión autónoma estatal, que cerraría la brecha entre lo que los bancos estaban dispuestos a prestar y lo que los prestamistas estaban dispuestos a invertir.

Las políticas económicas keynesianas eran discrecionales: los tipos de cambio fijos se convirtieron en “fijaciones ajustables”, la política presupuestaria dependía del nivel de empleo y el gobierno indicaba al Banco de Inglaterra qué tasas de interés fijar. A pesar de depender en gigantescos aumentos del gasto público para cubrir los crecientes beneficios del sistema de bienestar, la era keynesiana resultó tremendamente exitosa. Entre mediados de las décadas de 1940 y 1970, el Reino Unido disfrutó de pleno empleo, tasas anuales de crecimiento promedio del 2 al 3%, el aumento del PIB per cápita e inflación estable. Según el famoso comentario del primer ministro Harold Macmillan en 1957, los británicos “nunca estuvieron tan bien”.

La situación comenzó a deteriorarse a fines de la década de 1960; aunque puede atribuirse a shocks externos –como la guerra de Vietnam y la cuadruplicación de los precios del petróleo– más que a la soberbia de los responsables políticos keynesianos, la disparada de la inflación y el creciente desorden industrial prepararon, en última instancia, el escenario para el monetarismo de Milton Friedman y el regreso a las normas fiscales. La política monetaria se asignaría a bancos centrales independientes, cuya tarea era garantizar que la inflación se mantuviera baja y estable. Sin normas fiscales estrictas, sostenía la nueva generación de economistas políticos, una democracia competitiva caería inevitablemente en el exceso de gasto público, y por eso había que “equilibrar el presupuesto durante el ciclo económico” y mantener baja la relación entre la deuda gubernamental y el PIB.

Esas nuevas reglas –básicamente, versiones modificadas de los principios de la era victoriana– llevaron a dos décadas razonablemente buenas: las de 1990 y 2000..., pero luego llegó la gran crisis financiera de 2007-08, de la que la economía británica y las de la mayoría de sus contrapartes europeas nunca se recuperaron completamente.

Parece que cuando se trata de estabilizar a las economías a través de la discrecionalidad (a lo Keynes) o mediante normas (a lo Friedman) se terminan causando problemas. Las promesas de ”dinamizar la economía” inevitablemente desembocan en crisis económicas (no hay una explicación clara para esto excepto, tal vez, que la mediocridad sea el destino de la humanidad).

Dos reflexiones son pertinentes para el dilema de Rachel Reeves; en primer lugar, al Reino Unido no le falta dinero –el sistema financiero está inundado con él gracias a la flexibilización cuantitativa–, sino que sufre la desinversión; podemos entender al actual clima adverso al riesgo como la reivindicación de la historia de la preferencia por la liquidez de Keynes. Hace falta entonces inversión pública para ”atraer” a la reticente inversión privada.

La otra cuestión fundamental es la geopolítica. El keynesianismo al estilo estadounidense, que decayó durante la guerra de Vietnam, fue keynesianismo militar: se justificaron el endeudamiento y aumento de la deuda con las necesidades que crearon la Guerra Fría y la carrera armamentista contra la Unión Soviética. Se subordinaron las normas fiscales a la necesidad de contener al enemigo, y las demandas para la seguridad nacional siempre contaron con amplios recursos.

La misión declarada de los laboristas es que el Reino Unido se torne más verde, pero sospecho que terminarán centrándose en mejorar la seguridad del país más que su ecología, y justificarán el endeudamiento para “dinamizar a Gran Bretaña” en términos de seguridad nacional más que con motivos económicos.

Es una perspectiva desalentadora, dada la historia del debate entre normas y discrecionalidad, cuesta creer en el nuevo amanecer que prometió el primer ministro británico Keir Starmer.

El autor

Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores británica, es profesor emérito de Economía Política de la Universidad de Warwick. Escribió una galardonada biografía sobre John Maynard Keynes, y The Machine Age: An Idea, a History, a Warning (La era de la máquina: una idea, una historia y una advertencia) [Allen Lane, 2023].

Copyright: Project Syndicate, 2024

www.project-syndicate.org

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