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Opinión

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Alarmante desenfreno autoritario

Como si la sobada expresión “con todo respeto” borrara los insultos y ofensas que le siguen, el presidente de la República inició así su respuesta a la periodista Jésica Zermeño, a quien asestó enseguida una retahíla de afirmaciones agresivas contra ella y un conjunto indefinido de periodistas  a los que acusó de  creerse “bordados a mano” y “casta divina” con derecho a “calumniar impunemente”. Esto, en uno de los países más peligrosos para el ejercicio del periodismo. Lejos de frenar su andanada autoritaria ante la insistencia de Zermeño en la gravedad de haber filtrado el teléfono personal de Natalie Kitroeff del New York Times, el presidente se ufanó de estar por encima de la ley de transparencia en nombre de su “autoridad moral” y “política”. Desde entonces ha proseguido con una desmesurada catarata de ofensas, en la que hay que destacar  un muy peligroso concepto de  la figura presidencial, ésa sí, para él, intocable, impoluta y con la “libertad” de interpretar la autoridad de las leyes a modo, hasta anularlas en su beneficio.

Si todo esto sucediera en una nueva versión  de “El gesticulador” o “Yo el Supremo”, podríamos reírnos, pero este afán del presidente de estigmatizar el periodismo crítico y de afirmar una autoarrogada superioridad ante la ley en el contexto electoral y cuando su mandato está por terminar, presagia tiempos aún más oscuros. Que pretenda pisotear una ley quien ya ha mostrado su desprecio por la legalidad, por la separación de poderes y, en última instancia, por la Constitución y su juramento de respetarla y hacerla respetar, confirma su talante autocrático, evidente desde hace tiempo, y ahora desbocado.

Este discurso peligroso – en cuanto posible detonador de violencia – no es sólo un distractor de los urgentes problemas nacionales de los que deberíamos ocuparnos, como la crisis hídrica y ambiental, puede ser también una mascarada perversa para medir hasta dónde la sociedad aguanta la deriva autoritaria (por ahora verbal) y evaluar cuántos seguidores del Predicador, por interés o fe ciega, están dispuestos a reproducir y ampliar su discurso engañoso y polarizador.

Más allá de las especulaciones, debe alarmarnos que estas corrosivas  andanadas contra el periodismo crítico, independiente o ligado a medios no subordinados al poder, persistan y se multipliquen pese a los recurrentes informes de organizaciones nacionales e internacionales respetables, que han documentado los asesinatos, desapariciones, desplazamiento forzado y múltiples agresiones que ponen en riesgo la vida y la seguridad de quienes trabajan con integridad para dar cuenta de la realidad e informar a la sociedad. Peor aún cuando, además de grupos criminales o de intereses creados, las  autoridades estatales, federales y municipales son responsables de la mayoría de estos agravios, que suelen quedar impunes.

También es preocupante que, ante la proximidad de la sucesión presidencial en México y en Estados Unidos,  el jefe del Ejecutivo aderece su discurso prepotente contra los medios con tonalidades nacionalistas, sugiriendo que los reportajes acerca de la corrupción en su gobierno, publicados allá,  forman parte de una conjura más amplia contra él.  Plantear que la dignidad del presidente es la del país es un despropósito, más cuando la política migratoria se ha sometido a los intereses de E.U. y en asuntos internacionales cruciales, como la invasión rusa de Ucrania, la política exterior se ha subordinado a las filias y fobias presidenciales.

¿Qué dignidad defiende el presidente cuando la continua violación de los derechos humanos de las personas migrantes a manos del crimen organizado y agentes estatales queda impune? ¿Qué “autoridad moral” puede estar por encima de las leyes de transparencia, de la libertad de prensa o del derecho a la información? ¿De la legalidad misma?

En vez de dejarnos embaucar en mascaradas distractoras, urge reorientar el debate público – y electoral– hacia los terribles problemas que nos aquejan y reafirmar el valor de la legalidad, las libertades ciudadanas y la democracia frente a los sueños absolutistas. No merecemos semejante pesadilla.

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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