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Opinión

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Aquel negrísimo febrero

Foto: Especial

Dicen que el jueves 20 de febrero de 1913, el cielo amaneció negro. No iba a llover. No era culpa de las nubes. Habían pasado ya diez días y parecía que los olores de sangre con metralla no iban a quitarse nunca. Tiendas y estanquillos seguían cerrados, rotos a balazos los vidrios de todas las ventanas que daban al Zócalo y desde muy lejos, pero como si rozaran la nuca de quienes se asomaban, podían oírse ecos de borrachera confundidos con arengas militares. Sería porque apenas la madrugada anterior habían asesinado al hermano del presidente con lujo de violencia, arrancándole el único ojo sano que tenía, dejándolo ciego, pateado y golpeado con 37 balas en el cuerpo. Negro todo el panorama y todas las promesas muertas. Había llegado la tan mentada Revolución junto con la anhelada democracia y la ciudad de México, negra como una trinchera, se había convertido en un campo de batalla.

Durante mucho tiempo nadie quiso recordar aquellos días. Cuando paseaban tratando de evitar la calzada de Balderas, se imaginaban seguir cruzando grandes columnas de polvo y pólvora y preferían entrar por callejuelas torcidas, con tal de no pasar por la Ciudadela. Hasta los perros parecían evitar aquella plaza. Sería porque las calles, aunque ya estaban grises como siempre, todavía tenían la estampa morada de la sangre embarrada en las banquetas. Muchos juraban estar oliendo pólvora y se santiguaban al primer estruendo, así fuera el escape de un camión.

Y es que la historia de aquellos días se quedó doliendo en la memoria de harta pluma y mucho espíritu. Durante los quince meses que duró el gobierno de Francisco I Madero, el héroe que le había ganado la presidencia a Díaz, hubimos de enfrentar múltiples problemas.  Rebeliones armadas, huelgas, conspiraciones e intrigas contrarrevolucionarias era todo lo que se veía, todo lo que reportaban los periódicos.  Y los sublevados tenían nombre, apellido y tenían que ver con el viejo orden de las cosas. Si no me quieren creen, escuchen: de rebeldes estaban el general Bernardo Reyes, que había sido ministro de Guerra y Marina del gobierno de Don Porfirio, y también su sobrino, el general Félix Díaz. Ambas rebeliones al principio fracasaron y Madero solamente encarceló a los rebeldes, perdonándoles la vida. Todo se convirtió en maledicencia e inquina mientras senadores, terratenientes, empresarios extranjeros, prensa y opinión pública se unieron a  la mala voluntad del gobierno norteamericano, cuando el presidente William Taft, a través de su embajador Henry Lane Wilson, amenazó con una intervención.

Fue así, cuando el 9 de febrero de 1913, los ciudadanos mexicanos atestiguaron cuando la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan y la tropa del Cuartel de Tacubaya, se levantaron en armas contra el gobierno, para enterarse después que aquel día había iniciado la Decena Trágica. Y se supo que poco antes de las dos de la madrugada, los cadetes habían abordado  trenes eléctricos de la estación de Tlalpan para llegar al Zócalo de la Capital donde  apoderaron de varios edificios y, destacaron a algunos elementos, para ocupar las Torres de la Catedral.

Apenas era el primer día, lector querido.

Cuentan que el fuego cruzado de los defensores de Palacio y de los rebeldes de las torres de la Catedral, ocasionaron la muerte de tantas personas que los cadáveres estaban regados en todo el camino hacia Palacio Nacional. Y que muchos militares, incluido el general Victoriano Huerta, que debió haber defendido a Madero, querían quitarle el poder y pasarse del otro lado. Juran que, durante las acciones, el General Villar, que se ocuparía de la defensa del presidente, resultó con una herida en el cuello, lo que le produjo abundante hemorragia y fue circunstancia clave para abrir el camino al cuartelazo e infringir la derrota final pues se cuenta que, conociendo la calaña del usurpador, al entregarle el mando de las tropas leales a Madero, advirtió a quien pudieron oírlo: “Mucho cuidado con Victoriano”. Tal vez por eso, tiempo se dijo que la bala que hirió al General Villar mató al gobierno maderista.

Todo se acabaría pronto. El 18 de febrero, Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez estaban presos, y el día 19 Huerta aseguró que respetaría sus vidas si firmaban sus renuncias, jurando sobre una imagen de la Virgen de Guadalupe, que dijo le había dado su madre desde su infancia.

Y fue así como, el jueves 20 de febrero, cuando ya habían terminado los balazos, la mañana se pintó más de negra por culpa de una carta:

“Ciudadanos, Secretarios de la Honorable Cámara de Diputados:

En vista de los acontecimientos que se han desarrollado de ayer acá, en la Nación, y para mayor tranquilidad de ella, hacemos formal renuncia de nuestros cargos de Presidente y Vicepresidente, respectivamente, para los que fuimos elegidos. Protestamos lo necesario.”

Al día siguiente, el general Victoriano Huerta, dio órdenes a Aureliano Blanquet, que la noche del 22 de febrero trasladaran a Madero y a Pino Suárez a la Penitenciaría de Lecumberri. En el trayecto, se simuló un ataque y los prisioneros fueron asesinados.

 La ciudad, aquella otra mañana de hace 110 años, se levantó con la total oscuridad de una noticia: “Ya mataron a Madero”.

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