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¿Cómo hizo Occidente para envenenar su dinero?
Cuando una fábrica quiere eliminar los desechos tóxicos, cobra un precio negativo por ello: sus gerentes le pagan a alguien para que se deshaga de ellos. Pero cuando los bancos centrales comienzan a tratar el dinero como los fabricantes de automóviles tratan el ácido sulfúrico gastado, uno sabe que algo está podrido en el reino del capitalismo financiarizado
ATENAS – El capitalismo conquistó al mundo a fuerza de convertir casi todo lo que tuviera valor, pero no precio, en productos básicos. Clavó así una aguda cuña entre los valores y los precios... e hizo lo mismo con el dinero. El valor de intercambio del dinero siempre reflejó la voluntad de la gente para entregar cosas valiosas a cambio de él. Pero con el capitalismo, y una vez que el cristianismo aceptó la idea de cobrar por los préstamos, el dinero también adquirió un precio de mercado: la tasa de interés, o el precio de prestar una pila de efectivo por cierto tiempo.
Después del derrumbe financiero de 2008 -y especialmente durante la pandemia- ocurrió algo extraño: el dinero mantuvo su valor de cambio (que la inflación reduce), pero su precio se vino abajo y llegó a ser negativo en muchas ocasiones. Los políticos y funcionarios de los bancos centrales habían envenenado sin querer a la “capacidad alienada de la humanidad” (la poética definición que Carlos Marx dio del dinero). El veneno que administraron fue la política post-2008, en Europa y Estados Unidos, de austeridad dura para la mayoría, para financiar el socialismo de unos pocos.
La austeridad redujo el gasto público precisamente cuando el privado se venía a pique, acelerando la caída del gasto total -que, por definición, es el ingreso nacional-. Con el capitalismo solo las grandes empresas pueden tomar los grandes créditos que los prestamistas -en su mayor parte, gente rica con muchos ahorros- están dispuestos a ofrecer. Por eso el precio del dinero se desplomó después de 2008: se agotó su demanda porque las grandes empresas cancelaron las inversiones ante los catastróficos efectos de la austeridad sobre la demanda, aun cuando la oferta de dinero (para ellas) crecía con fuerza.
Como ocurre con las papas acopiadas que nadie quiere comprar al precio vigente, el precio del dinero -la tasa de interés- cae cuando su demanda queda por debajo de la cantidad disponible para los préstamos. Pero hay aquí una diferencia fundamental: aunque la rápida caída del precio de las papas soluciona rápidamente el problema del exceso de oferta, con el dinero ocurre lo opuesto. En vez de regocijarse por la posibilidad de tomar créditos más baratos los inversores piensan: “El Banco Central debe considerar que las cosas están mal si deja que las tasas de interés caigan tanto. No invertiremos aunque nos den el dinero gratis”. Las inversiones no se recuperaron incluso después de que los bancos centrales redujeron bruscamente el precio oficial del dinero, que siguió cayendo hasta llegar al territorio negativo.
Fue una situación extraña. Los precios negativos tienen sentido para los males, no para los bienes. Cuando una fábrica procura eliminar residuos tóxicos, cobra un precio negativo por ello: quienes la dirigen le pagan a alguien para que lo haga. Pero cuando los bancos centrales empiezan a tratar al dinero como los fabricantes de autos al ácido sulfúrico, o las estaciones de energía nuclear al agua residual radioactiva, nos damos cuenta de que algo está podrido en el reino del capitalismo financiarizado.
Algunos analistas esperan ahora que el dinero occidental se purifique en las llamas de la inflación y las alzas de las tasas de interés, pero la inflación no expulsará al veneno del sistema monetario occidental. Después de más de una década de adicción al dinero envenenado no surgió ningún método obvio para la desintoxicación. La inflación actual es muy diferente de la que enfrentó Occidente en la década de 1970 y principios de los 80. Esta vez amenaza al trabajo, al capital y a los gobiernos en formas de las que era incapaz 50 años atrás. En ese entonces, el trabajo estaba lo suficientemente organizado como para exigir subas salariales y evitar una crisis por el costo de vida, y ni los estados ni las empresas privadas dependían del dinero gratuito para seguir adelante. Hoy no existe una tasa de interés óptima para llevar nuevamente a la oferta y la demanda monetarias al equilibrio que no vaya a desatar una ola gigantesca de bancarrotas privadas y públicas. Ese es el precio a largo plazo del dinero envenenado.
El gobierno de Estados Unidos enfrenta el dilema imposible entre limitar la inflación local y obligar a las corporaciones de su país y a muchos gobiernos amigos a sufrir una crisis de solvencia que amenazará la propia estabilidad estadounidense. Las cosas están mucho peor en la zona del euro, donde los responsables de las políticas se negaron a implementar lo obvio cuando cayeron los bancos europeos después de 2008: establecer la base adecuada para la federación: una unión fiscal. En lugar de eso permitieron que el Banco Central Europeo hiciera “todo lo necesario” para salvar al euro. Solo envenenando su propia moneda el Banco Central Europeo (BCE) podía mantener a flote al show del euro. Actualmente el BCE posee enormes cantidades de deuda italiana, española, francesa y hasta griega que ya no puede justificar como medio para alcanzar su meta inflacionaria, pero a la que no puede renunciar sin poner en duda la existencia del euro.
Mientras ponderamos el acertijo sin solución que enfrentan Europa y Estados Unidos, tal vez sea un buen momento para pensar en el motivo más profundo por el que se puede envenenar al dinero (que no es lo mismo que su degradación por la inflación). Un buen punto de partida es una idea que podemos pedir prestada a Albert Einstein: solo podemos entender a la luz si aceptamos que tiene dos comportamientos diferentes, el de las partículas y el de las ondas.
El dinero también tiene una doble naturaleza. La primera es la de un producto básico que intercambiamos por otros, eso nunca podrá explicar por qué el dinero puede tener un precio negativo. Pero la segunda, sí. El dinero, como el idioma, es un reflejo de nuestras interrelaciones y tecnologías. Refleja la manera en que transformamos la materia y damos forma al mundo a nuestro alrededor. Cuantifica nuestra “capacidad alienada” para actuar de manera colectiva. Cuando reconocemos la segunda naturaleza del dinero, todo empieza a adquirir mucho más sentido.
El socialismo para los banqueros y la austeridad para la mayoría de los demás coartó al dinamismo capitalista y lo dejó en un estado de estancamiento dorado. El dinero envenenado fluyó a cántaros, pero no hacia las inversiones serias, los buenos empleos ni algo capaz de revivir al desaparecido espíritu animal capitalista. Y ahora que nos ronda el fantasma de la inflación, ninguna política monetaria puede purificarlo, recuperar el equilibrio u orientar las inversiones hacia donde la humanidad las necesita.
El autor
Yanis Varoufakis exministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
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