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Opinión

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Conciertos a la distancia

Foto EE: Archivo

Pre-show

Sábado por la noche, 20:30 horas. La recomendación era ingresar 15 minutos desde una computadora y un navegador a internet en una liga especial que funge ahora como tu boleto de acceso al show. No hay objetos físicos, ni un boleto de papel ni una pulsera especial que te distinga en el mundo. Esto es un concierto en la era de la pandemia donde todo sucede a la distancia.

Desde que el virus se instaló en este mundo y los conciertos se alteraron —al igual que muchas actividades cotidianas—, la nueva normalidad ocurrirá —por lo menos en un futuro próximo— desde una pantalla o desde el interior de un automóvil, como si se tratara de un autocinema.

Aquella noche no tuve la necesidad de desplazarme a un foro ni un ritual previo a lo que antes considerábamos una noche especial que se esperaba con meses de antelación. 

En un montaje cinematográfico, este es el momento donde los personajes de la película se ponen sus mejores atuendos antes de la gran fiesta, mientras se dirigen en un vagón de metro, un auto o un camión al lugar donde, tras una serie de giros dramáticos, culmina la película con el concierto mágico. Ahora no es necesario maquillaje y tampoco la oportunidad de ponerte tu chamarra de cuero favorita para lucirla en la pasarela.

1, 2, 3, 4…

Las luces se apagan y desde la pantalla empieza una cuenta regresiva. Esta herramienta de la era de los medios digitales nos hipnotiza con el paso de las manecillas y marca los segundos necesarios para respirar y prepararnos para iniciar el concierto. Hora del show.  

No existe otro sentimiento parecido a cuando se apagan las luces antes del show. El corazón se detiene por un instante, los niveles de adrenalina se disparan hasta los extremos de tus conexiones nerviosas, te ponen alerta y nos indican que viene la mejor parte. Escuchas gritos de emoción, encendedores que relampaguean y un rugido ensordecedor. Tus oídos detectan algún sonido y empiezas a recibir estímulos visuales fragmentados en la pantalla. Sintonizas la transmisión y, tras escuchar los cuatro golpes de las baquetas en la marca del compás, arrancas como un atleta al escuchar el silbatazo inicial.

Acaba el primer número y, por más que quieras teletransportarte a ese momento del concierto en vivo, regresas a la realidad. No hay aplausos ni gritos de emoción. Puedes gritarle y aplaudirle a la pantalla, pero no es lo mismo. El audio sufre algunos problemas técnicos y terminas fijándote más en la calidad de la transmisión del video que en la escenografía o los detalles sobre qué guitarra, batería o amplificador está utilizando tu artista en esta fecha especial.

Encore

Al terminar el concierto, escuchaste las canciones que tenías en tu setlist imaginario y, como siempre, te llega esa sensación de que fue muy corto. Sientes que faltó esa comunidad que se genera en un concierto, cuando caminas cansado de regreso a casa, sudado y con la garganta medio afónica después de cantar toda la noche. 

Extrañas los rituales después del concierto. No pasamos a cenar para repasar la velada. Como en los programas deportivos que repiten los mejores momentos y se comentan los apuntes estadísticos al final de la justa, no comentamos nuestros mejores momentos del concierto o cuando el guitarrista se equivocó en la cuarta canción, aquella que no tocan con regularidad en sus conciertos. La cartera no resintió la noche de farra y la noche estuvo carente de experiencias desagradables como algún baño apestoso o algún impertinente malacopa. 

El concierto a la distancia no sustituirá el aplauso para el artista ni la gratificación que recibe el público cada vez que se apagan las luces y se escucha ese rugido. En nuestra mente repetiremos ese recuerdo como una cinta en repetición, una y otra vez, hasta que lo volvamos a vivir.

antonio.becerril@eleconomista.mx

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Coordinador de Operaciones Online. Periodista. Desde el 2019 escribe la columna semanal sobre música “Mixtape” en El Economista. Ha sido reportero de tecnología y negocios, startups, cultura pop, y coeditor del suplemento de The Washington Post y RIPE.

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