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Opinión

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Estado de peste

Foto EE: Eric Lugo

Al término del primer trimestre de 2020, casi todo el mundo concentra su atención en afrontar los estragos fácticos e imaginarios causados por el coronavirus Covid-19.

Desde que emerge la conciencia de la letalidad de ese agente patógeno, nos topamos con un pandemonium de noticias y opiniones que dificultan la comprensión del fenómeno en referencia. Las líneas subsiguientes no pretenden acrecer los niveles de confusión detectados, pero es difícil lograr esa meta mínima. Esperemos que sí.

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En la medida en que el Covid-19 se propaga de Oriente a Occidente, se altera drásticamente el mundo de la vida en sociedades y comunidades enteras, especialmente en sus dimensiones económica y política.

Abundan los análisis estadísticos sobre morbilidad y mortalidad. La danza de los números sirve para justificar las más diversas lecturas y decisiones. Proliferan los oráculos de cariz científico para legitimar políticas y medidas de dudosa efectividad y beneficio. Se aplican maquinalmente modelos teóricos prefabricados para sobre o subestimar las cifras palmarias de la realidad. Se improvisan tesis y estrategias, al tiempo que se constata como lo más cierto el hecho de que todavía se sabe demasiado poco sobre el agente patógeno de marras y las mejores formas de afrontarlo. Se desata la suspicacia –algo comprensible, dados los antecedentes y el carácter de los poderes fácticos– y se aventuran demasiadas conclusiones fallidas sobre lo que viene sucediendo.

Destacados teóricos de la economía, la sociedad y la política expresan sus sospechas por las cuarentenas y los confinamientos masivos. Reducen tales medidas a mera estrategia de control social (no se limitan a esa función, aunque es cierto que la cumplen). Por ejemplo, Giorgio Agamben se apresura a afirmar que estamos ante un plan consistente en promover el estado de excepción frente a un peligro –el Covid-19– que viene a desplazar al terrorismo en ese papel. No han faltado señalamientos, en el sentido de que podría tratarse de una guerra biológica entre Estados Unidos y China. En fin: las secuelas que la Corona-krise –como la llaman ciertos medios alemanes– ya está dejando en los procesos productivos, en los niveles de consumo, en los índices de empleo, en la re-disciplinarización de la fuerza de trabajo y de la gente en general..., así como en la dinámica financiera global, inducen a algunos estudiosos a concluir que todo es una estratagema del Mal encarnado en las más poderosas instancias económicas de nuestro mundo.

Esas aproximaciones a la catástrofe en marcha pueden estar más o menos dotadas de verdad, pero no se adentran en la complejidad que en ella introduce la dimensión humana. La "mano negra" de los malvados de las finanzas, las corporaciones transnacionales, los cleptócratas, los neofascistas de toda clase, las empresas globales vinculadas a la medicina, las mafias sindicales y semejantes ciertamente existe, pero en ocasiones como esta tiene de aliado primordial los cuerpos y las almas de quienes tiemblan de pavor ante la probabilidad de una muerte, no por absurda menos aniquiladora. Por mucho que los aparatos de producción e inducción ideológicas hayan contribuido a la exacerbación de ese miedo, este tiene una raíz anímica concreta, que determina con fuerza las actitudes y las reacciones individuales y colectivas frente a la epidemia. Este es un asunto de vida o muerte, potencialmente, para todos y el diagnóstico del presente debe tener muy en cuenta ese elemento literalmente trágico (1)

Se diría que los intentos más conocidos de caracterización de la coyuntura oscilan entre las presunciones conspirativas y la aplicación forzada de teorías anquilosadas y categorías zombis (2) (como, p. e., “Estado represivo”). Así, de manera implícita, se sobreestiman los poderes propios de los factores de la economía neoliberal global y a sus aliados político-ideológicos, a escala nacional y planetaria, a la par de que se dejan de lado las complejidades inherentes a la imbricación entre la subjetividad humana y las múltiples estructuras que configuran el ser social.

De diversas maneras, algunos tienden a dejar de lado la hipótesis de que viene adquiriendo forma y se propaga por el mundo un específico proceso emergente extra-subjetivo –por ende, objetivo, aunque como condensación de una producción social que también se nutre de la rica y dinámica subjetividad humana– que opera como factor entrópico en el orden económico-político mundial. Se podría convenir en designar ese movimiento con el término “Estado de Peste” y se puede advertir, de entrada, que rebasa con creces las capacidades de cualquier agente económico y/o político concreto, por muy poderoso que sea. En sentido estricto, nadie es culpable de la instauración progresiva de ese régimen literalmente extra-ordinario, aunque sobran las fuerzas ostensibles y crípticas que contribuyen a su desarrollo y a la postre se aprovechan al máximo de él.

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Lo que se observa, sobre todo, en Italia, España, Francia así como en varios países sudamericanos y en zonas de Estados Unidos, a propósito de la contención del Covid-19, es la conformación de un orden semejante pero distinto a los estados de excepción, de guerra, de emergencia, de alarma, de sitio... Se trata del mencionado estado de peste. Esta tiene en común con todos aquellos, cuando menos, estos aspectos: 1. se configura, con el apremio de una urgencia extrema, para enfrentar a un enemigo o una situación letal, 2. implica una alteración drástica del mundo de la vida, especialmente en lo que hace a severas restricciones de los derechos fundamentales, 3. en general, se cimienta de manera decisiva en la anuencia trágica –reflejo de un temor a la muerte agudizado por la ubicua presencia de esta y por la incidencia recta o malévola de los medios de comunicación y, ahora, las redes sociales–, 4. las funciones de control social, político y hasta moral, pasan a manos de las fuerzas armadas y a las demás estructuras de coacción legítimas o no y 5. es un evento relativamente efímero. Esa afinidad de rasgos permite entender que el estado de peste pueda ser visto como la combinación de los demás regímenes de urgencia mentados. El caso de Atenas durante la Guerra del Peloponeso (431 - 404 a. C.) –en especial, en sus etapas iniciales– ilustra muy bien esa posibilidad de conjunción de diversas configuraciones emergentes, ante eventos sobrevenidos; en especial, el estado de guerra con el de sitio y el de peste. Ese fue el hábitat mórbido en el que el propio Pericles perdió la vida. Ahora, más allá de las similitudes están las diferencias, que se considerarán a continuación.

En el fondo, el modelo de referencia del estado de peste es el que suscitó la gran pandemia registrada en el siglo XIV con la denominación de “peste negra”; evento que se ha mantenido en la memoria histórica de Occidente. Aun cuando en aquel fue decisiva la bacteria Yersenia Pestis, lo que importa es el paradigma de régimen social de emergencia, que puede adquirir validez con independencia de que se deba a la necesidad de afrontar virus como el de la influenza, el de la viruela, el del ébola, el de la fiebre amarilla, el del síndrome de inmuno-deficiencia adquirida (sida) o el Covid-19 o la bacteria Vibrio Cholerae, causante del temible cólera, o las que generan el tifus.

Tampoco son muy relevantes los datos sobre la mortandad ocasionada por el agente patógeno del caso, para que empiece a tomar forma y se mantenga el estado de peste. Se estima que la referida gran peste del siglo XIV se llevó a la tumba o a la fosa común a una cantidad comprendida entre los 20 o 25 millones de personas, en poco más de un lustro; por su parte, la llamada “gripe española” pudo haber llegado a unos 40 millones de caídos, en cosa de un año. En realidad, para que se active el estado de peste basta con que un microorganismo infecto-contagioso se manifieste en nuestro hábitat existencial con la muerte de uno solo de nuestros semejantes. El efecto catalizador de la conciencia de nuestra fragilidad y finitud que un evento así produce es suficiente, para concitar las reacciones individuales y comunitarias que deriven en el estado de peste. En condiciones normales, las defunciones de los demás, incluso si pertenecen a nuestro entorno más próximo, se viven como un fenómeno lejano, que apenas nos concierne por algunos lazos afectivos o de convivencia social. Todo cambia en un régimen de peste. Ahí, la veloz serie de decesos –incluso los que acontecen a miles de kilómetros de distancia– convierte a la muerte en una presencia demasiado cercana, aviva la conciencia de nuestra condición mortal y refuerza en uno las presunciones, fundadas en una mayor probabilidad, de que puede ser el próximo en caer. Tratándose de la propagación pandémica de un factor mórbido, se sabe que las defunciones aumentan hasta alcanzar un techo indeterminable a priori, lo que exacerba un sentimiento trágico generalizado y el consiguiente terror ante la cruel e implacable contigüidad de la muerte.

Asimismo, una vez que se configura el régimen de peste, pasa al plano de la prioridad político-social absoluta, con lo que opaca, anula o minimiza la relevancia de los principales problemas o conflictos previos al evento. En nuestros días, por ejemplo, es lo que pasa con el vasto movimiento feminista que se venía desarrollando hasta el 8 de marzo y con el proyecto de reimpulso global de concienciación ecologista que se venía registrando en los últimos meses. No se diga, con toda la amplia gama de procesos reivindicativos vivos en las sociedades del presente y con fenómenos lacerantes como la errancia ciega de millones de parias desplazados (en general, mal refugiados) por las guerras y los destrozos debidos a tanta voluntad de dominio, en estrecho nexo con la lógica depredadora del capitalismo liberal globalizado. De manera desconcertante, los medios han bajado mucho la voz, ante la infatigable y siempre deletérea dinámica de la delincuencia organizada (cada vez más conectada con la gran economía global y con las instancias políticas y judiciales corruptas y cleptocráticas). Durante semanas, la pandemia hegemónica del momento absorbe, como hoyo negro, la atención de la mayoría de las mentes más sensibles.

El estado de peste no es un orden institucional de emergencia ni un sistema estructurado por prácticas interhumanas estables y sostenidas en una plataforma legal o moral. Se constituye, más bien, como un macroevento situacional, al modo de una atmósfera, un ambiente, un clima enrarecido, que envuelve y condiciona la acción social en todos sus planos y manifestaciones, sin necesidad de un plan, un programa estratégico, un discurso explícito, dirigidos a la configuración de tales realidades. Se trata de algo como una “necrósfera”: un hábitat mórbido, una densidad de aire infesta por la omnipresencia fáctica y/o virtual de la muerte.

El régimen de peste comporta, igualmente, un específico estado de ánimo personal y colectivo, determinado en lo esencial por un impulso espontáneo a perseverar en el ser, por una voluntad de vivir. La gente, en su mayoría, se aviene con el estado de peste y en los hechos lo encarna, porque aspira sin ambages a permanecer viva. Esa fuerza puede presentarse de dos maneras, no del todo excluyentes: 1. como egoísmo puro y duro, 2. como altruismo que, al procurar la salvación y bienestar de los otros, salva a quien lo ejerce y satisface sus propias expectativas.

Esa tendencia pulsional hace que, en el estado de peste, aflore una poderosa corriente de abnegación caritativa, vital para la lucha en pro de la restitución de la normalidad, entreverada con el flujo de miserias de la peor especie, como el acaparamiento de bienes imprescindibles y la elevación usuraria de sus precios, el abandono de personas vulnerables a su suerte, la exclusión social, racial, de género o de elección sexual en el acceso a productos y servicios necesarios, la estigmatización y el repudio del enfermo etcétera. De hecho, la propia táctica de la cuarentena opera según una férrea dialéctica de cauta consideración humana y rechazo frontal de grupos humanos.

La gente mejor dispuesta tiende a la solidaridad, porque cada quien sabe que es la mejor vía, incluso para realizar sus personales expectativas y satisfacer sus necesidades vitales en un momento extremadamente critico. Pero, en pleno régimen de peste, menudean los casos en que un inoportuno estornudo, en el metro, puede derivar en consecuencias fatídicas. También puede suceder que una instancia de poder trate como apestados a viajeros procedentes de algún país con alta incidencia del factor patógeno, como por ejemplo acaba de hacer la alcaldesa de Guayaquil, al impedir por la fuerza el aterrizaje de un avión proveniente de España en su aeropuerto. Las miserias, en el encuadre mórbido y necrógeno de la pandemia pueden llegar a cimas muy altas, como cuando el gobierno de Donald Trump hace gestiones para que un laboratorio alemán trabaje en exclusiva para los intereses norteamericanos, en la elaboración de vacunas y medicamentos contra el Covid-19, en detrimento de los países con los que está enfrentado. O como cuando Boris Johnson abandona a su suerte a importantes grupos humanos de su país, con la conseja de que la gente deberá resignarse a perder a sus seres queridos, dado que su gobierno no está dispuesto a evitar que eso suceda. También cuando, en Italia, a la hora de administrar los recursos médicos contra la pandemia, el sistema de salud decide dejar en segundo plano a la población de mayor edad. O, en fin, cuando diversas empresas transnacionales cierran sus establecimientos y prescinden durante un mes de las labores de su personal, pero sin pagar los sueldos a que tienen derecho.

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Entre sus características, el estado de peste incluye el desconocimiento relativo del “enemigo” al que se debe combatir. Cuando irrumpe en China, el covid-19 es un ilustre desconocido, para la ciudadanía común, para muchos médicos y para la gran mayoría de los gobiernos. Durante las últimas semanas, en lo que hace a ese virus, todo indica que ha prevalecido lo que no se sabe frente a lo que se necesita saber. Todavía han de ser muy pocos quienes tengan un conocimiento pleno del virus y de las maneras de enfrentarlo con una efectividad que no vulnere la dignidad humana. En buena parte, la severidad de las medidas de orden público que viene afectando a millones de personas, en el mundo, se ha debido a esos niveles de ignorancia. A más de tres meses del brote en Wuhan, apenas China y Cuba pueden dar cuenta de una vacuna aun en fase de experimentación, mientras algunos laboratorios de Alemania y Estados Unidos se aprestan a dar los primeros pasos firmes en ese sentido.

Esa ignorancia parcial pero significativa acerca del Covid-19 –en especial de los tratamientos y las prácticas que garanticen su cura– está en la base del miedo pánico con que han reaccionado, ante su irruptiva presencia, tanto los gobiernos como la gente común. Es cierto que la influenza, la propia gripe común, el sarampión y otras enfermedades virales o bacteriales vienen matando, año tras año, muchos miles de personas más que las que se suman a la cuenta del covid-19, pese a la velocidad con que se propaga y su letalidad innegable. Pero el género humano lleva siglos batiéndose con esas enfermedades y sabe cómo actuar ante ellas. En especial, las sociedades con mejores índices de desarrollo pueden sortear sus efectos con relativa facilidad. Cuando no es el caso, cuando las políticas neoliberales han dado al traste con las estructuras sanitarias indispensables para una sociedad meridianamente sana, cuando muchos de los propios médicos sucumben a los embates de una enfermedad que, en un principio, se propaga sin freno, cuando además tenemos a muchos medios y redes sociales que actúan ante todo esto con total egoísmo e irresponsabilidad, es lógico que cunda el terror en la ciudadanía, es del todo “natural” que las personas conscientes de sus límites biológicos, de su fragilidad y de su impotencia, activen sus sentimientos de temor ante la autoconciencia de su evidente finitud, de su condición de seres mortales.

A las consideraciones anteriores hay que agregar las secuelas originadas por la decepcionante constatación de los límites insuperables de la seguridad en el plano personal y público. En los últimos dos siglos, a la vera de la secularización de Occidente y de los grandes progresos en la ciencia, la tecnología, la economía, la higiene individual, familiar y comunitaria, la prevención de enfermedades, la disciplina social y tantas otras dimensiones de la vida en común, han estimulado en sectores importantes del género humano una sensación de omnipotencia, de fe en el dominio creciente de una naturaleza convertida en simple proveedora de satisfactores poco menos que sin límite y, con ello, han sucumbido a la ilusión de una existencia sustentada en una seguridad plena, tanto en el orden de la vida pública como en el de las personas. En el presente, todas esas certidumbres, esas creencias esperanzadas, esas ínfulas de poder se enfrentan a las lecciones de humildad y de veracidad que imparten, con frecuencia cada vez mayor, grandes desastres naturales (como huracanes y terremotos), siniestros de destructividad inusitada (como los incendios en la selva amazónica y en Australia), niveles de violencia inmanejables por su incidencia y por su brutalidad (en especial contra mujeres) y también la propagación irrefrenable de patologías conocidas (a algunas de las cuales se las tenía por erradicadas, como la tuberculosis) y el surgimiento de otras en apariencia nuevas y particularmente letales. La eclosión imprevista del covid-19 acontece en ese contexto ideológico y ético, lo cual puede ayudar a entender la actitud de tantos millones de personas que, en el mundo, han optado por acatar las disposiciones sanitarias y de comportamiento social emanadas de los poderes fácticos existentes en sus países, sobre todo, las autoridades políticas, las fuerzas armadas y los responsables de la sanidad pública (en sí mismas, encarnaciones de un poder en extremo relevante).

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Los poderes velan por sus intereses estratégicos y nunca renunciarán a su afán de mantenerse y, en lo posible, crecer. Esa verdad no autoriza a extrapolar presunciones de cariz conspirativo sobre su conducta en esta contingencia. Nada justifica reconocerles o asignarles una potestad de control y manipulación tan grande. No son capaces de manejar el albedrío de la gente durante todo el tiempo y con una eficacia mirífica, por muy dotados de fuerza y de medios que estén. Las estructuras y dispositivos de control y dominio existen y operan con notoria efectividad, pero nunca anulan del todo una voluntad autónoma sólidamente constituida. No todo es control externo; las personas también contamos con disposiciones a la autocontención. Así que, si en la apabullante mayoría de países en estado de peste la población del caso se ha sometido a procederes draconianos, impuestos desde las estructuras de salud pública gubernamentales, las fuerzas armadas y la policía, no ha sido, en general, por una renuncia a la libertad ni al sentido crítico ni a la autonomía ética ni a una psico-patología que pudiera actuar como espejismo compensatorio ante la amenaza viral. Más bien, todo indica que, mayormente, ese comportamiento se ha debido a la conciencia clara de que dicha aquiescencia es lo que más conviene a todos, desde el punto de vista y el criterio principal: la preservación de la vida y la salud, a escala individual, familiar y colectiva.

No parecen muy pertinentes los continuos juicios ideológicos y morales, frente a esa actuación personal y social. Es la propia gente la que, en su mayoría, dado el caso, se coloca en modo de peste, por conciencia, convicción, intuición o sentido de conveniencia.

El estado de peste se constituye y sostiene sobre la base de individuos y grupos con alto sentido de responsabilidad, aunque con frecuencia, para llegar a ello, hayan enfrentado fuertes presiones heterónomas (de los medios, los decretos gubernamentales, la banca y demás instancias financieras, ciertas estructuras religiosas, las fuerzas armadas, los sistemas de salud, los medios de comunicación y los aparatos de producción e inducción ideológicas, los algoritmos de inducción conductual, los familiares, los partidos, los grupos de referencia más diversos etcétera).

Los poderes fácticos no podrían llegar muy lejos en sus planes de contención y control del microzoo letal si la gente no se autodisciplinara. Eso es, justamente, lo que está sucediendo y no se trata de una actitud de servidumbre voluntaria. Tampoco estamos ante la enajenación forzada de la autonomía ético-política de la gente. Habría que descartar, igualmente, una supuesta disposición masiva a aprovechar las cuarentenas para renunciar de grado al frenético modo de vida ultramoderno, predominante en los países ricos, y alcanzar así una sosegada convivencia con los adláteres e incluso una reconciliación con el hogar y la familia o algo por el estilo. Lo que parece darse es una temporal anuencia trágica, una especie de cesión provisional de derechos y micropotestades –como cabría imaginar que sucedió en los también difíciles tiempos en que se fraguaron los contractualismos modernos (siglos XVII y XVIII)– ante los administradores del espacio público –es decir, los gobiernos realmente existentes–, que operan como mediadores frente a las potencias que, en verdad, deciden sobre nuestras vidas y muertes.

Esa suspensión transitoria de algunas de las garantías fundamentales es lo que se observa en una autodisciplina generalizada, que busca concordar con los micropoderes esmerados en imponer una renovada disciplina social masiva de manera acelerada, a fin de asegurar una supervivencia sostenible y meridianamente digna. En definitiva, un capítulo más –eso sí: de complejidad difícilmente parangonable– de la hegeliana dialéctica del amo y el esclavo: ante los graves riesgos de perder la vida, se accede a postergar el ejercicio pleno de la libertad, al tiempo que se reconoce un poder capaz de garantizar la sobrevivencia de todos y el bien común hasta donde sea posible. Poco importa, a la mayoría, si esto supone una derrota más de los principios y procederes liberales, en política, y ultraliberales, en economía. Máxime si la vertiente ideológica de la actual gigantomaquia geopolítica (China y Rusia vs. Estados Unidos y la Commonwealth) lleva los rumores y las recíprocas acusaciones conspirativas, sobre todo en las primeras etapas del estado de peste, a cotas que agudizan de manera extrema el terror de los mortales.

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La postergación de infinidad de aspiraciones y reivindicaciones, el diferimiento de proyectos y programas que vienen nutriendo tantas expectativas, el alejamiento de los cuerpos (la célebre “sana distancia social”), la consiguiente contención y aun obturación de la economía libidinal y afectiva, las pérdidas de empleos y las mermas en el poder adquisitivo de mucha gente, las alteraciones en la cantidad y calidad del consumo y, en general, de la satisfacción de necesidades, la exposición de muchos a nuevos y graves riesgos de salud como consecuencia del sedentarismo inherente a las cuarentenas, las drásticas modificaciones en la vida cotidiana de tantas personas, en fin: todo ese precio físico y existencial exigido por el aislamiento trágico de millones de personas, de poblaciones enteras, todas las incomodidades, renuncias, ardores, privaciones, conflictos y calamidades colaterales que propicia el estado de peste, en aras de refrenar y abatir la expansión del Covid-19, comportan un sacrificio literalmente extra-ordinario, por no decir que sobrehumano. Algo que difícilmente puede durar mucho tiempo, siquiera el necesario para lograr las metas que se propone en el plano sanitario. Un equipo de especialistas del Imperial College of London cifra la duración de esta batalla en la bicoca de 18 meses. Esperemos que se equivoquen y estén exagerando. Como sea, no es difícil presuponer que el régimen de peste ya es y puede llegar a ser, de esa manera, la fuente de una amplia gama de tensiones y conflictos de intensidad y alcances variables.

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También es razonablemente presumible que el estado de peste abra cauce a significativas novedades, en el plano existencial, político, económico y, en general, en todos los componentes y dimensiones del mundo de la vida.

La irrupción del Covid-19 y la agresiva administración de la pandemia, por parte del gobierno de Donald Trump, sus aliados, los factores del capitalismo neoliberal mundializado (en especial, el sector bursátil y financiero, la industria farmacéutica, los estrategas de la campaña por su reelección, los medios y las redes sociales que les son afines y demás) han descubierto la enorme fragilidad del sistema hegemónico global. Sobre todo, han puesto en evidencia su profunda dependencia de aspectos que conciernen al ethos de quienes han dirigido y siguen conduciendo la compleja globalización acelerada (Ottmar Ette dixit) que tanto ha determinado nuestras vidas en las últimas décadas. Sin negar la importancia de las estructuras y los cursos de operación sistémicos, en la marcha de ese poderoso y omniabarcante proceso, es necesario reparar con más énfasis y frecuencia en el elemento ético que subyace en la economía y la política. Es sabido que las apetencias desmesuradas, la voluntad de dominio, la falta de escrúpulos, la más vulgar hybris, los egoísmos más pedestres, la indolencia ante la suerte de las personas que padecemos políticas y medidas destructivas y antihumanas, el desprecio por todo lo que suene a bien común, el desdén por la civilidad y la ley y, en especial, la desconfianza y el miedo están en la raíz de la debacle económica que se viene registrando a lo largo y ancho del planeta. Resulta sorprendente que un problema de salud, esté dando al traste con la arquitectura de las principales instancias de la hegemonía mundial lograda tras muchos lustros de acción política, económica y social. O se trata de un plan –cosa que, con los datos a esta hora disponibles, no se puede asegurar ni negar– o es la consecuencia de la falta del temple necesario para afrontar la contingencia, como una peripecia o vuelco de la fortuna, mucho más que por el despliegue de la lógica del orden global.

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Por ventura, nada permanecerá como antes de la pandemia y del estado de peste más o menos global. El problema ahora consistirá en definir el signo y el sentido de los cambios que vendrán.

Por lo pronto, hay serios indicios de que están perdiendo fuerza con celeridad los principios, políticas y prácticas neoliberales. Aflora con vigor la conciencia masiva de que la desregulación, el desmantelamiento de las estructuras públicas, la privatización de los servicios esenciales... está en la base de las escandalosas deficiencias sanitarias de muchos países hasta ahora avanzados. Es esperable que eso se proyecte en una expectativa y en una demanda de fortalecimiento del espacio y la actividad político-social públicos. También en un rescate social de vertientes estratégicas de los tres sectores de la economía, hoy en día en manos de intereses privados. Es deseable, igualmente, que la iniciativa privada aprenda la lección de que, sin un compromiso mínimo con el bien común, su actividad puede ser muy eficaz para obtener réditos mayúsculos, pero puede derivar en la aniquilación de todos, incluida ella misma. Se diría, asimismo, que se acerca la hora de aumentar y endurecer los controles relativos a los ecosistemas y a la penetración de la delincuencia organizada en los negocios. El interés general debe estar siempre por encima de los de cariz particularista, sin que ello ponga en peligro una productividad razonable de bienes y servicios, así como la dinámica de los mercados; menos aun, la dignidad humana, la seguridad social, las soberanías nacionales y todo lo afín. Sería, de igual modo, plausible que se modernizara y reimpulsara la producción agropecuaria sustentable y el mundo rural, como hábitat económico y cultural; es deplorable el rezago en la superación de la suicida contradicción moderna entre el campo y la ciudad. En fin: es de esperarse que estemos a las puertas de una nueva economía, esencialmente distinta y aun opuesta al capitalismo depredador y necrogenético practicado por los neoliberales, que pudiera servir de referencia relativa para las formaciones sociales y políticas del mundo.

Las guerras comerciales y financieras ya se venían dando antes de la actual pandemia: Estados Unidos contra China y la Unión Europea, las iniciativas norteamericanas en detrimento de países petroleros con los que compite o se muestran reacios a sus manejos en la extracción y comercialización de hidrocarburos y minerales estratégicos (Rusia, Irán, Venezuela...) etcétera. En su dimensión económica, la actual catástrofe en marcha parece haber tenido una de sus fuentes en las incoherentes ideas y actuaciones de Trump y sus secuaces: regresar al siglo XIX en plena era de la 5G: recurrir al proteccionismo y ondear la necia bandera de la Doctrina Monroe, al tiempo que promueve y ejecuta con ferocidad el capitalismo más brutal y destructivo –la paradoja de un neoliberalismo sin una verdadera globalización–, junto con la práctica de un imperialismo de regusto decimonónico. La destrucción veloz e imparable de procesos productivos, empleos, estructuras de comercio internacional estratégico, sistemas enteros de organización de la economía y de la vida, las bestiales devaluaciones de monedas nacionales e internacionales y tantos otros fenómenos análogos dan para presumir que el trumpismo (que se proyecta en la actitud epigonal de Boris Johnson, Jair Bolsonaro y otros) se ha aplicado con denuedo en sepultar el esquema hegemónico de globalización consolidado en los últimos siete lustros, con el objeto de imponerse sobre sus enemigos geopolíticos: China y Rusia, al tiempo que se instaure algo parecido al sistema unipolar surgido de la debacle del viejo bloque socialista.

La pandemia en pleno despliegue ha agudizado toda esa destructividad. Lo menos que ha resultado de ese empeño ha sido ralentizar la globalización realmente existente (de nuevo, O. Ette) y dar pie a una nueva etapa en el orbe del sistema económico mundial. El gobierno de Trump da muestras de no controlar, ahora, el curso de ese proceso, aunque en ningún momento olvida sus compromisos de clase y sus tareas como salvavidas del gran capital, en momentos de riesgo sin futuro claro y manejable sin graves sobresaltos y contratiempos. No por nada la Reserva Federal acaba de aprobar un gigantesco programa de “estímulos financieros”, por el que se destina la cantidad de 700,000 millones de dólares “para salvar el patrimonio de los grandes poseedores de acciones y bonos, es decir de las grandes empresas y de las personas más ricas del planeta.” (3) Medidas como esta pueden estar evidenciando que, en lo que hace al rumbo de la economía a corto plazo, el actual gobierno estadounidense sabe que no las tiene todas consigo. ¿Cómo sonaría hoy en día, a la vista del proceso electoral norteamericano en cierne, el lema trumpista, otrora axial, de Make America Great Again?

Por su parte, la gigantomaquia (un modo de guerra, hasta ahora, no convencional) entre Estados Unidos y China parece estar proyectando resultados de sumo interés. A comienzos de la pandemia y tras advertir los estragos que empezó a causar de inmediato, muchos pensaron que sobrevendría el derrumbe del ahora gran coloso asiático. Ahora que, según los informes disponibles, ese país ha superado la severa contingencia de todos conocida, el balance no parece darles la razón.

Para empezar, China viene de regreso, cuando la mayor parte de sus rivales y enemigos apenas van de ida. China irrumpe ahora, en el escenario mundial, como la principal fuerza de vanguardia en el manejo exitoso de una calamidad que, justo en este momento, está doblegando a medio mundo, en el plano sanitario y en el económico. Esa nueva e inesperada primacía de China se ve reforzada por los avances en la producción de vacunas y medicamentos, que aun cuando todavía estén en su etapa experimental, podrán ser un importante elemento de vinculación –o, en su caso, reconexión– con países y regiones en los que su presencia crece sin parar. Al estar dotado de un personal médico experimentado, de estructuras de investigación microbiológica y de remedios contra el Covid-19, de alguna manera probados, la potencia oriental toma una considerable ventaja, en el reacomdo económico y aun geopolítico que ya se ve venir.

En el ámbito financiero, existen datos que muestran que China logró hacer de la necesidad virtud y salió robustecida, a partir de maniobras exitosas que resultaron en la adquisición de las acciones necesarias para obtener la mayoría en el manejo de las empresas de firmas occidentales que operan en ese país. De ese modo, en este momento, China está en capacidad de definir las políticas de producción y mercadeo de poderosas marcas de procedencia estadounidense y europea y, en consecuencia, de hacer que sus ganancias permanezcan en el país y se reinviertan sin obstáculos en su sistema económico.

En definitiva, entre la pandemia, los estragos sufridos por las estructuras productivas y financieras de sectores, países y regiones enteras, así como con los nuevos éxitos alcanzados por China en un escenario económico que rebasa, con creces, sus fronteras, no solo se redefine el escenario geopolítico y económico hasta ahora sustentado en la supremacía estadounidense, sino que se avizoran en el horizonte cambios de alcance y profundidad insospechados.

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En el último párrafo de La Peste, el Dr. Bernard Rieux –protagonista de la célebre novela de Albert Camus– se sume en la condescendencia o la conmiseración, cuando en medio del exultante bullicio de la gente de Orán (Argelia), tras superar una devastadora epidemia de Yersenia Pestis, recuerda que la peste en el fondo es invencible: siempre regresa.

Congruentes con su característica arrogancia, quienes encarnan los poderes del mundo olvidaron esa verdad, de forma parecida a como lo han hecho ante el enorme potencial de catástrofe que, de por sí, alberga la naturaleza en su dinámica ordinaria (máxime, si el género humano la "ayuda" en eso, con su inmensa destructividad).

El mundo nunca ha sido ni es un lugar seguro. La vida es, entre muchas otras cosas, un sendero lleno de peligros. Esta verdad debe servirnos para aprender, para entender que el evento aniquilador que ahora nos aterra y agobia es parte de nuestras existencias y que, por ello, no vienen al caso ni la histeria ni la temeridad nihilista o suicida.

También es cierto que los grandes desastres, por lo general, abren las esclusas del cambio social y político. Todo indica que esto se aplica al actual desorden entrópico mundial, que combina una pandemia con el inmenso desplome de sistema hegemónico mundial. Un acontecimiento tan deletéreo ha hecho innecesario, según parece, hasta el momento, el estallido de una nueva guerra mundial convencional. Después de la tormenta habrá de venir la agitación inédita de una dinámica político-social abierta a las novedades estructurales y humanas que deriven en una vida mejor.

Lo más probable es que la nueva realidad que, todavía ahora, se otea de manera turbia y confusa en el horizonte, surgirá de una gestación lenta, larga y conflictiva. Será necesario prepararse para dos escenarios interconectados: 1. el de la continuación de la guerra no convencional entre las potencias mundiales, con consecuencias aniquiladoras para las formas de vida que hemos practicado en estas décadas de modernidad renovada y 2. la concepción y concreción de un orden distinto.

 Ante la primera circunstancia, a la que ya estamos adscritos, la consigna solo puede ser: resistencia, aguzar y amacizar el sentido crítico,

lucha por los derechos conculcados o en peligro de serlo y reivindicación de las nuevas garantías que la actualidad reclama, resiliencia, cambio diametral en los modos de relación con los demás y con el mundo, fortalecimiento del ethos personal combinado con solidaridad, educación y organización de la gente, configuración y consolidación constante de comunidades carnales y virtuales, reforma radical de procesos y estructuras de comunicación social, reconfiguración de las relaciones de género, reinvención de la política, control comunitario de los poderes, equilibrar los derechos con los deberes, conformación de un suelo ético común y todo lo afín.

En cuanto a la imaginación creativa de un mundo mejor (el eterno vicio de la utopía), no parece haber condiciones para proponer un nuevo programa acorde con la velocidad de los eventos y con la complejidad de la coyuntura y las estructuras que ella pone en evidencia, pero sí se pueden aventurar algunas provocaciones para un diálogo amplio e inevitable.

Desde luego, urge tramar y echar a andar planes sociales de emergencia en los países más afectados por el desastre en curso: convertir el estado de peste y su soporte anímico en una situación esperanzadora, en virtud de que hay instancias públicas y particulares a las que sí les importa la suerte de la gente, ampliar los sistemas de salud pública, preservar los empleos y los salarios, combatir los acaparamientos de bienes básicos, impulsar una amplia educación en higiene y prevención en las poblaciones, controlar la dinámica de los precios (con el consiguiente freno a las prácticas usurarias), poner en marcha la renta básica para las víctimas del desempleo, suspender los desahucios, no perder de vista las secuelas del aislamiento social como táctica de contingencia, abastecer de pruebas de detección de contagios, de medicamentos y de todo lo necesario para la defensa de cada quien ante el Covid-19, postergar los pagos de servicios públicos, supervisar con regularidad las tarifas de los servicios privados, organizar un sólido voluntariado de acción social multidimensional, subsidiar y/o conceder treguas y exoneraciones fiscales temporalmente a las pequeñas y medianas industrias..., en general: todo lo que ayude con dignidad a la persona, la familia, la comunidad, los centros de producción de bienes de consumo básicos, con base en el criterio de que, en los tiempos de catástrofe y recesión, el interés común debe estar por encima de toda expectativa particularista, a todos los niveles.

Por su parte, en un horizonte de mayor alcance temporal, lo primero a considerar es que esta combinación de pandemia con recesión económica y hasta derrumbe de la globalización hegemónica se inscribe en un contexto signado por la sustitución progresiva de mano de obra por tecnología ultrasofisticada (como la robótica), la constante precarización de la fuerza de trabajo, inmensos contingentes de desplazados y emigrantes, una desigualdad económico-social nunca vista, las consecuencias nefastas de la desregulación de la economía y el debilitamiento del espacio público, la destrucción amplia y profunda de ecosistemas vitales para el futuro de la humanidad, la contradicción entre producción de bienes y servicios, por un lado, y acceso a ellos, por el otro, la sobreexplotación de la gente y de los recursos naturales no renovables, el reimpulso del armamentismo a niveles nunca vistos, las disparidades demográficas en un mundo sobrepoblado, la penetración del importantes sectores de la gran economía global por la delincuencia organizada, la reducción del espacio político a plataforma para la actividad de grupos corruptos y prácticas cleptocráticas, la proliferación del terrorismo como método de actuación (anti)política, el injerencia de potencias de cariz imperialista en países que no se someten a sus designios, sin descartar su destrucción por medio de intervenciones militares, la reactivación irresponsable de los juegos de disuasión nuclear, la expansión de una criminalidad que afecta con preferencia a los sectores populares (en especial sus integrantes de mayor vulnerabilidad, como mujeres y niños) y otras calamidades.

La elaboración de un programa viable alternativo a ese infausto cuadro es tarea de muchas cabezas lúcidas y honradas –es decir, una labor colectiva a lo largo de un proceso relativamente dilatado en el tiempo–. No viene al caso, pues, pretender ir más allá de algunos planteos que susciten alguna reflexión y diálogo, en términos como los que siguen: poner en primer plano la justicia (con alcances más radicales que los de sus vertientes más conocidas: la distributiva, la conmutativa, la retributiva...) y la dignidad humana, reinsertar la ética en la política y la economía, generar una atmósfera general de solidaridad, repensar la libertad más allá de las simplistas ideas liberales al respecto, privilegiar el diálogo y la convivencia por encima de cualquier modalidad de guerra, reformular desde la raíz la praxis y las estructuras educativas, cuestionar a fondo el ideal hegemónico del progreso, favorecer la lógica del estado social frente a la racionalidad capitalista, superar la gastada y estéril polaridad entre neoliberalismo y socialismos tradicionales, inventar modalidades de sistemas y estructuras político-económicas conforme con sus comunidades y países de referencia, reconfigurar el modelo vigente de Estado-nación, redefinir el funcionamiento del mercado en los planos global, regional y nacional, equilibrar a escala mundial los niveles de acceso a la riqueza socialmente producida, establecer mecanismos para que los más ricos paguen impuestos conforme con un esquema de corresponsabilidad ciudadana general, canalizar el feedback de las ganancias obtenidas por las grandes corporaciones globales a los territorios donde operan, subordinar la economía a la vida de las personas y comunidades, reforma profunda de las instancias y prácticas concernientes a la salud individual y colectiva, control legal y comunitario de la industria y los laboratorios farmacéuticos transnacionales, revisión de los dispositivos de seguridad social pública y privada, armonizar la globalización de la producción y las finanzas con las necesidades en los ámbitos locales, equilibrar los inevitables vínculos entre los individuos y sus sociedades de pertenencia, así como las relaciones de las libertades y garantías personales con las responsabilidades ciudadanas, diversificar los mecanismos e instancias de participación política popular... y tantas otras metas que confluyan en una rehumanización del mundo.

***

Aunque estemos condenados a los rigores del actual estado de peste, nada nos impide el ejercicio responsable de nuestra libertad, nada nos priva del sentido crítico, nada justifica ningún egoísmo desbordado y destructivo, nada será más fuerte que el principio esperanza.

Ciudad de México, marzo de 2020

El autor Josu Landa es filósofo y poeta. Ejerce la docencia en la UNAM desde hace 32 años. Su último libro es Teoría del caníbal exquisito (México, La Jaula Abierta, 2019).

Otro artículo de Josu Landa en El Economista es: El Estado y los poetas

Citas:

(1) El uso de este término, aquí, tiene en cuenta su origen etimológico. Tragós, en griego, es el chivo que, por medio de su sacrificio, redimirá a la comunidad de los males que la aquejan (entre ellos, con frecuencia, la peste). La agónica situación en la que el animal espera la cuchillada fatal es un momento de tensión entre el sí y el no, la vida y la muerte, estado que, por analogía, se corresponde con las víctimas potenciales de un microorganismo letal.

(2) El término es, recordémoslo, de Ulrich Beck.

(3) Juan Torres López, “La Reserva Federal contra el virus: primero los ricos”, diario Público, 18-3-2020.

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