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La Constitución no es para las políticas públicas
Me parece normal que los grupos en el poder quieran controlar lo que dice el texto constitucional. No asombra su deseo de tallar en piedra las instrucciones para que los demás construyamos el mundo que sueñan. Asombroso sería lo contrario.
Los límites al poder, la representación proporcional, la división e independencia de los poderes y la protección de las minorías le parecen una mejor idea a los grupos que no detentan el poder. Al analizar los debates públicos de los últimos treinta años será fácil advertir quiénes cambian de opinión y cuándo.
Pero una organización del Estado a modo que las fuerzas políticas imprimen en la Constitución, con sus desbalances de poder y representatividad, no es el único problema. También el modo de hacerlo es nefasto, pues establecen –cada vez más– legislaciones secundarias y políticas públicas en la Carta Magna.
El presidente López Obrador ha sido el más abierto al respecto: se trata de poner algo ahí –por ejemplo, los programas sociales o los cambios en el despacho eléctrico, en la norma de las normas para que, si en algún momento vuelven los conservadores, les cueste más trabajo echar atrás sus planes y proyectos. Pero que haya sido el más abierto no significa que sea el único ni el primero.
Cuando trabajé con el decreto de la reforma energética de 2013 para mi tesis doctoral, hice un conteo rápido de palabras. Los cambios a los artículos 25, 27 y 28 incluían menos de 1,000 palabras, mientras que los artículos transitorios tenían casi 6,400, y contenían bastantes detalles de cómo debería ser la legislación secundaria en la materia. Varios de esos artículos, por cierto, eran normas referidas al artículo cuarto transitorio. Una verdadera matrioshka constitucional.
Si el posible lector de estas líneas tiene curiosidad, revise la forma en que queda establecido el Sistema Nacional de Mejora Continua de la Educación en el artículo tercero de la Constitución. O vea el detalle que se hace en materia de atención a las carencias y rezagos que afectan a los pueblos y comunidades indígenas, en el artículo segundo. Pero le recomiendo cautela ante las disposiciones electorales de los artículos 35, 39, 40, 49, 116 y 122, porque a lo mejor le dan agruras.
Cuando algunos colegas dicen que la Constitución mexicana es muy barroca, me parece que Bach y Caravaggio se retuercen ofendidos en sus tumbas, pero el problema no radica por sí mismo en el laberinto sin salida construido durante más de cien años, ni mucho menos en la orientación ideológica de quienes han acuñado tanto párrafo con tanto desparpajo.
Creo que hay al menos tres problemas con esta forma de abusar de la Constitución. El primero es que se pierde la jerarquía de las normas. Si la norma de las normas ya contiene a las segundas, ¿cuál es el verdadero sentido de ellas? La cosa es peor, porque siendo la CPEUM tan dispareja en su detalle, la construcción de instituciones resulta más compleja y al final, más débil. Es decir, a pesar de que el intento sea darle más fuerza a ciertos principios o preceptos, en la realidad se diluyen y pierden su valor porque son poco más que verborrea.
En segundo lugar, establecer políticas públicas o legislación secundaria a nivel constitucional cierra horizontes que deberían mantenerse abiertos. Cancela debates necesarios. Por ejemplo, parece que hay consenso, o al menos una amplia mayoría que coincide alrededor de la necesidad y utilidad de algunos programas sociales, aunque claramente no han abatido la pobreza extrema y pueden tener el costo de oportunidad de avanzar en la construcción de un sistema de salud que incluya a más personas.
¿Deberían estar tales programas en la Constitución si aspiramos, por ejemplo, a que las pensiones contributivas sean suficientes para asegurar la dignidad de los adultos mayores? ¿No significan, en el fondo, una renuncia a que el Estado construya un sistema de seguridad social universal que proteja a todos? ¿No son similares a las remesas, que reflejan toda una serie de fallas en el mercado laboral? El punto aquí, insisto, no es la existencia de los programas sociales, sino si el debate social y legislativo al respecto tuvo un punto –casi– final porque se les dio rango constitucional. ¿Deberíamos escribir en piedra lo que es afectado por las contingencias del mundo?
Por último, la constitucionalización de las políticas públicas padece bajo el peso de la sabiduría popular: del plato a la boca, se cae la sopa. O como le escuché a un rarámuri hace muchos años y un político le preguntó si tenía frío: ¿para qué quiero frío si no tengo cobijas?
¿De qué nos sirve que el artículo cuarto de la Constitución establezca que todos tenemos derecho “al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible”, si el agua que nos llega a casa tiene tan mala calidad que México es el país que más agua embotellada consume en el mundo? Eso que se coloca en el ámbito de lo público se ha privatizado en los hechos.
Si el Estado no tiene capacidades para hacer efectivos los derechos de la población, ¿cuánto vale en realidad la Constitución que los enuncia?
Creo que la Constitución debería servir para construir instituciones, es decir, para delimitar las restricciones y obligaciones en las interacciones personales y sociales, no para acomodar proyectos, buenos o malos, de los poderosos en turno. Menos para la propaganda y menos todavía para avasallar a las minorías.
*Mi agradecimiento a Natalia Campos por su apoyo para enriquecer este texto.