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Opinión

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La nueva Ley de publicidad

El Congreso de la Unión pretendió “ordenar” el mercado de la publicidad pero realmente lo distorsionó. El pasado 3 de junio se publicó en el Diario Oficial de la Federación la Ley para la Transparencia, Prevención y Combate de Prácticas Indebidas en Materia de Contratación de Publicidad que, según su artículo 1, tiene por objeto “promover la transparencia en el mercado de la publicidad, así como la prevención y el combate a prácticas comerciales que constituyen una ventaja indebida a favor de personas determinadas en perjuicio de los anunciantes y, en última instancia, de los consumidores”. 

Para entender el alcance de esta ley, es necesario tener presente que en el mercado de la publicidad pueden intervenir generalmente tres sujetos, entre otros: los anunciantes (quienes tiene interés en publicitar sus bienes o servicios); las agencias (crean, diseñan y ejecutan campañas publicitarias, y contratan espacios publicitarios para los anunciantes), y los medios de comunicación (quienes difunden espacios publicitarios, ya sea en medios impresos, televisión, internet, etc.). Actualmente es práctica comercial que las agencias adquieran espacios publicitarios a diferentes medios con el objeto de asegurar la difusión en plataformas diversas y poder impactar en el público objetivo, incluso, es común que se comercialicen paquetes de espacios publicitarios o que estos se acompañen de otros bienes y servicios con el objeto lograr los objetivos buscados.

Pues bien, a partir de la entrada en vigor de la ley, se imponen limitaciones importantes a este mercado: i) las agencias sólo podrán adquirir espacios publicitarios de un medio de comunicación como representantes de los anunciantes, mediante la celebración de un contrato de mandato; ii) los medios facturarán directamente a los anunciantes y les entregarán un informe de los resultados de la difusión con los precios unitarios y descuentos aplicados, y iii) se prohíbe a las agencias adquirir espacios publicitarios por cuenta propia para después venderlos a los anunciantes. Además, en caso de incumplimiento se establece que la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE) impondrá sanciones que pueden llegar hasta el cuatro por ciento de los ingresos del infractor.

No cabe duda de que el Congreso de la Unión tiene facultad para legislar en materia mercantil, competencia económica, telecomunicaciones y radiodifusión, lo dice textualmente el artículo 73 de la Constitución. Sin embargo, esa facultad no es absoluta, que debe ejercerse cumpliendo materialmente con la Constitución, esto es, que el contenido de la ley, las limitaciones, prohibiciones y sanciones establecidas en ella, se ajusten también a la Constitución, lo que en el caso particular es muy cuestionable.

Al respecto, el artículo 25 constitucional dispone que “el Estado planeará, conducirá, coordinará y orientará la actividad económica nacional, y llevará al cabo la regulación y fomento de las actividades que demande el interés general en el marco de libertades que otorga esta Constitución”. La letra es tan clara que cualquier explicación pasa por reiteración, la intervención estatal en la actividad económica por el interés general debe ser en el marco de las libertades. Así de simple. No es una buena intención o un ideal, es una obligación constitucional que debe ser cumplida por todas las autoridades, incluido el Congreso de la Unión, y ¿cuáles son esas libertades? al menos en este caso deben destacarse dos: la libertad de comercio y la libertad de competencia.

La libertad de trabajo, industria o comercio lícitos, está prevista en el artículo 5º constitucional y sólo podrá vedarse por determinación judicial, cuando se ataquen los derechos de tercero, o por resolución gubernativa, dictada en los términos que marque la ley, cuando se ofendan los derechos de la sociedad. 

Por otro lado, el artículo 28 constitucional prevé la libre competencia y la libre concurrencia y el deber de las autoridades de perseguir todo lo que constituya una ventaja exclusiva indebida a favor de una o varias personas determinadas y con perjuicio del público en general. La libre competencia y la libre concurrencia deben entenderse como un derecho con una doble dimensión; por un lado, es un derecho de los oferentes en el mercado de poder concurrir y competir, lo que implica que no existan barreras injustificadas que impongan límites a su capacidad de innovar, de crear o, en general, que afecten artificialmente su capacidad de generar valor a los consumidores en la oferta de bienes o servicios. Al mismo tiempo, es un derecho de todos los posibles demandantes de bienes y servicios de que la oferta de los mismos sea dada en condiciones de competencia, porque a mayor competencia, mayor bienestar para los consumidores. La intervención estatal en el libre mercado debe ser muy cuidadosa, ya que puede generar distorsiones o incluso barreras que afecten la competencia en perjuicio de los consumidores, que era precisamente lo que se quería evitar. Es por eso que las leyes de competencia en los Estados modernos generalmente prohíben per se, en términos absolutos, sólo un número limitado de prácticas por ser evidentemente anticompetitivas, en tanto que en el resto de las conductas se parte de la “regla de la razón”, para calificar caso por caso si una conducta es anticompetitiva, partiendo de múltiples criterios técnicos como la determinación de un mercado relevante, el poder sustancial en ese mercado, la eficiencia, etc.

Estas libertades, la de comercio y la de competencia, reconocidas como derechos humanos en nuestra Constitución, tampoco deben ser vistas como absolutas, ya que admiten restricciones, siempre y cuando sirvan a un fin constitucionalmente legítimo, sean razonables y proporcionales. En suma, la regulación de la actividad económica cumplirá con la Constitución en la medida en que observe la libertad de comercio y la libertad de competencia, entre otras, y cualquier restricción a estas libertades sea justificada constitucionalmente, razonable y proporcional.

Sobre estas premisas, el Congreso de la Unión ha actuado ya en otras ocasiones con la intención de procurar una mayor competencia en beneficio de los consumidores en otros mercados. Un buen ejemplo de eso se tiene en la Ley para la Transparencia y Ordenamiento de los Servicios Financieros, que regula las comisiones que pueden cobrar las entidades financieras y comerciales; impone obligaciones de información y transparencia en las comisiones, tasas de interés, estados de cuenta y contratos de adhesión, y prohíbe prácticas discriminatorias. Se trata de medidas claramente dirigidas a reducir la asimetría de la información, como una falla de mercado, con el objeto de favorecer la competencia en el mercado del crédito, donde por un lado están los oferentes y por otro, en un número claramente mayor, los demandantes, en prácticamente todos los sectores de la economía. 

Ahora veamos la nueva ley de publicidad. De acuerdo con la iniciativa que dio lugar a esta ley, se justificó en la falta de transparencia en el mercado de la publicidad, conflictos de interés, la necesidad de que se emitan comprobantes fiscales a nombre de quien contrata realmente la publicidad, “corruptelas” y “mordidas”, entre otros, lo que hizo necesario regular las prácticas comerciales que se llevan a cabo en este mercado, promover la transparencia y establecer las sanciones que ameritan el incumplimiento de las disposiciones en esta materia.

Así, la ley prevé mecanismos de transparencia como el deber de una agencia de informar al anunciante de las relaciones financieras que la agencia, o el grupo económico al que pertenece, tiene con el o los medios que pretende contratar; el deber de la agencia de transferir integralmente los descuentos otorgados por el medio, y el deber del medio de especificar las fechas y lugares de difusión, los espacios publicitarios difundidos y los formatos utilizados. En estos casos se regula la actividad económica atendiendo al interés general para mitigar la asimetría de información y sin duda son medidas favorables al funcionamiento eficiente del mercado. Ninguna de estas medidas implica una restricción injustificada a la libertad de competencia o de comercio, por lo que se ajustan a nuestro artículo 25 constitucional. 

Sin embargo, la ley va mas allá e impone limitaciones y restricciones a las libertades de comercio y competencia, que no parecen acordes a los parámetros establecidos por nuestra Constitución.

Del lado de los anunciantes: solo pueden utilizar los servicios de una agencia para adquirir espacios publicitarios, mediante la celebración de un contrato de mandato, y al que se le ocurra no hacerlo, se puede llevar una multa de hasta el dos por ciento de sus ingresos, no importa si vende alimentos en la fonda de la esquina o si vende aviones o inmuebles de lujo.

Del lado de las agencias: se les prohíbe adquirir espacios publicitarios para su posterior reventa a un anunciante. Esto limita considerablemente la oferta de servicios que pueden brindar, les impide aprovechar oportunidades para ofrecerlas a sus clientes como comprar en volúmenes para obtener descuentos o empaquetar espacios publicitarios que provengan de distintos medios, entre otras cosas. Se trata de medidas que bajo el argumento de fomentar la transparencia y evitar ventajas indebidas, constituyen autenticas limitaciones a libertades (derechos humanos) cuya justificación constitucional no es clara, como tampoco su razonabilidad y proporcionalidad y, peor aun, impuestas en términos absolutos a todas las agencias de publicidad, sin importar si tienen o no poder de mercado, más bien parecen auténticas barreras a la competencia. Adicionalmente, las agencias tendrán que elegir entre tomar por clientes a anunciantes o a medios, porque no podrán hacerlo simultáneamente aun cuando no necesariamente haya conflicto de interés. 

Del lado de los Medios: deberán enviar facturas directamente a los anunciantes, así como los precios unitarios de los espacios publicitarios, incluyendo, en su caso, los montos de cualquier descuento otorgados. Esta restricción por un lado obliga a vender bajo costo unitario (independientemente de un posible descuento por volumen o empaquetamiento), pero sobre todo genera una situación asimétrica, ya que los medios no tienen estas obligaciones si comercializan los espacios publicitarios a través de un tercero distinto de una agencia de publicidad. Así, básicamente se elimina el mercado de intermediación y comercialización en manos de las agencias de publicidad, lo que les impedirá competir frente a otras entidades comerciales que no enfrentan este tipo de restricciones. Como se dijo antes, se impone una barrera artificial a la libre competencia que no parece tener justificación constitucional.

Finalmente, no puede dejar de observarse el lado de la autoridad. Se establece que las denuncias por incumplimiento de la ley serán sustanciadas y sancionadas por la COFECE, de conformidad con los procedimientos previstos en la Ley Federal de Competencia Económica; es decir, las investigaciones y procedimientos para sancionar prácticas monopólicas o concentraciones ilícitas, ahora serán usados para sancionar infracciones administrativas que muy probablemente nunca constituyan una práctica anticompetitiva, lo que tiene varias implicaciones: ¿se imaginan a un anunciante que contrató los servicios de una agencia para colocar publicidad en periódicos y páginas de internet que sea sancionado por que no celebró un contrato de mandato, cuando ni el anunciante, ni la agencia, ni los medios involucrados tengan poder de mercado? ¿en qué sentido esa práctica podría ser anticompetitiva? Y peor aún, ¿es constitucional que la COFECE sancione esa práctica, que no es anticompetitiva (incluso podría ser procompetitiva), simplemente porque está prohibida per se por la nueva ley de publicidad?

Estos problemas devienen claramente de la pretensión de regular a todos los jugadores en una actividad económica, partiendo de premisas no demostradas de problemas de competencia y hasta de corrupción en tal vez algunos de ellos, cuando esa regulación no se agota en pretender subsanar fallas de mercado como la asimetría de la información, sino que se desborda en limitaciones y prohibiciones que no parecen justificadas constitucionalmente, ni razonables, ni proporcionales, para todos los jugadores de una actividad económica, aun cuando se trate de medidas que pudieran ser aplicables a agentes económicos con poder sustancial en el mercado, después de seguir los procedimientos especiales que contempla la ley. Paradójicamente, la aplicación de reglas generales a todos los participantes de una industria por problemas particulares observados en algunos de ellos puede tener un efecto contrario al buscado, frenando la innovación y otros modelos de negocio a quienes pretenden competir con los que ya están establecidos.

Y por si esto no fuera problemático, hay una cuestión adicional del lado de la autoridad. Conforme al artículo 28 constitucional, el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) es la autoridad en materia de competencia económica en los sectores de telecomunicaciones y radiodifusión. Si esta ley dice tener por objeto cumplir con los objetivos de dicho artículo, ¿no debiera ser el IFT, en lugar de la COFECE, la autoridad encargada de sancionar las infracciones de esta ley que se imputen a los concesionarios de radio, televisión y telecomunicaciones?

Las leyes son importantes por lo que hacen, no solo por lo que dicen. Si las leyes no observan lo que ordena nuestra Constitución es previsible que harán poco por transparentar un mercado en beneficio de los consumidores, y mucho por favorecer estrategias legales y un entorno de litigios.

*El autor es expresidente del Instituto Federal de Telecomunicaciones. Profesor de Derecho Constitucional en la ELD y miembro de DLA PIPER Gallastegui y Lozano.

Opinión a título personal.

Twitter: @GContreras_S

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