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Opinión

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Y para siempre se perdió en un aeroplano

Antoine de Saint-Exupéry, autor de “El Principito”, solía decir que los aviones eran sólo una máquina, pero también el invento más maravilloso, un magnífico instrumento de análisis que le había permitido descubrir la verdadera faz de la Tierra. Nacido en Lyon, Francia, en el año de 1900, fue el tercero de los cinco hijos de una familia que presumía de aristócrata, ya que su padre, al que perdió a los cuatro años, aseguraba tener un título de vizconde. Educado con jesuitas, en cuanto acabó de estudiar en la Universidad de Friburgo, en Suiza, decidió cumplir el servicio militar con las fuerzas de aviación del ejército francés. Allí se torcería y definiría su destino.

Corría el año de 1921 y las máquinas voladoras conjuraban el encanto de la moda, la admiración de las mujeres y el respeto de los hombres. Sin embargo, no todas las féminas querían subir el cielo. La que era su prometida comenzó a presionarlo para que se dedicara a oficios menos riesgosos, amenazó con abandonarlo, le regaló un juego de plumas y algunos cuadernos, ya que tenía talento para escribir y amaba dibujar y estaba harta de que todo el tiempo estuviera pensando en surcar los cielos. La boda fue cancelada.

Incapaz de alejarse de los aviones, comenzó una carrera como piloto comercial cubriendo rutas en Europa, África y Sudamérica, y como la guerra había terminado, le dio tiempo para las letras. En 1926 escribió una narración breve, “El aviador” que fue publicada en la prestigiosa revista literaria Le Navire d'Argent, dirigida por Jean Prévost, mas nunca satisfizo su hambre por el vuelo. A partir de entonces, a cada una de sus escalas laborales, correspondió una etapa de su producción literaria. Por ejemplo, lector querido, mientras se desempeñaba como jefe de estación aérea en el Sahara español, redactó su primera novela: “Correo del Sur”.

Escribiendo y viajando, se encontró otra novia en Buenos Aires en el año de 1931. Se llamaba Consuelo Sucín, una mujer bella y difícil a la que ofreció enseñarle la ciudad desde el aire. En pleno vuelo le propuso matrimonio y en vez de anillo, canciones, flores o piruetas acrobáticas le aseguró que si no se casaba con él, estrellaría el avión. Consuelo aceptó, pero el matrimonio resultó una suerte de epítome de la más atroz turbulencia. Los accidentes estaban a punto de comenzar.

Tres años después, Saint-Exupéry trató de batir el récord de tiempo en un vuelo de Tierra de Fuego a Nueva York. El intento fue fallido y terrible, el accidente lamentable y la convalecencia larga. De los restos del avión se fue directo a la cama. Escribió “Tierra de hombres”, su tercer libro, y se puso a pensar cómo iba a volver a surcar los aires. Y así lo hizo. Había llegado la Segunda Guerra Mundial y Saint-Exupéry recuperó un avión para participar en unidades de reconocimiento para las tropas aliadas, donde sufrió otra media docena de accidentes. No le importaron demasiado y una vez ocupada Francia, se exilió en Nueva York, donde apareció en su mente el famoso niño de capa azul y cabellos rubios que se había imaginado en uno de sus accidentes en el desierto del Sahara. Fue entonces cuando se puso a componer “El Principito”. Escribiendo a mano toda la historia, decorándola con dibujos a lápiz, tinta y acuarela, trabajó durante meses, desde bien entrada la noche hasta las primeras horas de la mañana. El café, muy negro, y la pasión febril lo mantenían despierto, hasta que lo terminó, en octubre de 1942.  De muy buen tamaño y perfecta factura, el libro develó la persona y el espíritu literario de Saint-Exupéry en todos los niveles y se convirtió en la metáfora perfecta de su vida. Como el recorrido planetario que realiza el mismo Principito.

Cuentan que Saint-Exupéry, entre el juego y la seriedad, afirmaba haber conocido al singular personaje de su libro y relataba que, efectivamente, aquel niño le había dicho que procedía de un asteroide tan pequeño que bastaba con desplazar un poco la silla hacia atrás para ver continuamente la puesta de sol, que se había enamorado de una rosa, pero al no poder soportar su orgullo y presunción abandonó su espacial hogar para emprender un viaje que lo llevaría a otros pequeños planetas. Y que lamentaba haber encontrado en cada uno de ellos, a un único habitante que encarnaba algún defecto humano. Desde la vanidad hasta el egoísmo y la ambición, como bien saben los que verdaderamente lo han leído.

Ya terminado y en imprenta, todavía quería volar y a pesar de su precaria salud logró incorporarse a las tropas de la Francia Libre.

Fue el 31 de julio de 1944 –hace apenas 80 años, lector querido– cuando el escritor despegó desde Córcega para otra misión de reconocimiento. Sobre su mesa de trabajo dejó escrito un mensaje: "Si me derriban no extrañaré nada. El hormiguero del futuro me asusta y odio sus virtudes robóticas. Yo nací para jardinero. Me despido, Antoine de Saint-Exupéry".

El avión se lo llevó y nunca jamás, nadie, supo algo más de su piloto.

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