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La insuficiencia de los programas sociales para erradicar la pobreza alimentaria en México
En México, la pobreza alimentaria no es solo una estadística; es una tragedia silenciosa que se vive en millones de hogares cada día. Los rostros de niños con hambre, las madres que buscan estirar los recursos para dar de comer a sus familias y las comunidades enteras que subsisten en condiciones precarias son una realidad cotidiana que contrasta dolorosamente con las promesas de progreso y bienestar.
A pesar de la proliferación de programas sociales en los últimos años, las cifras revelan que estos esfuerzos no han sido suficientes para resolver un problema tan profundo y estructural. Las transferencias monetarias, aunque útiles para paliar necesidades inmediatas, no logran transformar las condiciones que perpetúan la pobreza. Pero el impacto de esta insuficiencia no se mide solo en números, sino también en las vidas que se quedan atrás.
En México, 46.8 millones de personas, equivalentes al 36.3% de la población, viven en pobreza, de las cuales casi 30 millones se encuentran en pobreza extrema, según datos de Coneval en 2023. Muchas de estas personas enfrentan inseguridad alimentaria severa, llegando incluso a pasar días sin comer por la falta de recursos económicos. Aunque existen programas sociales como transferencias directas y becas escolares, estos esfuerzos no han logrado erradicar la pobreza alimentaria. El enfoque centrado en transferencias monetarias ignora aspectos clave como la educación nutricional, el acceso a alimentos frescos y la infraestructura para garantizar su distribución, perpetuando una crisis que exige soluciones más integrales.
Según UNICEF, los primeros 1,000 días de vida son fundamentales para el desarrollo de niñas y niños, ya que en este periodo se establecen las bases de su salud, bienestar y felicidad futura. La falta de cuidados esenciales como una nutrición adecuada, estimulación temprana, amor y protección contra la violencia o el estrés puede comprometer gravemente su desarrollo integral. El impacto más preocupante de la pobreza alimentaria recae precisamente en los niños: la desnutrición crónica durante esta etapa crítica genera daños irreversibles en su desarrollo físico y cognitivo, limitando sus oportunidades educativas y laborales en la adultez. Este fenómeno perpetúa un círculo de pobreza intergeneracional.
Un informe del CONEVAL (2023) revela que solo el 37% de los programas sociales en México cuentan con reglas de operación claras y mecanismos efectivos de monitoreo y evaluación. Esta falta de lineamientos no solo dificulta su implementación adecuada, sino que también abre la puerta a prácticas como la corrupción y reduce significativamente el impacto de las políticas públicas. El problema subyacente radica en la falta de incentivos: al no tratarse de recursos propios, los errores no generan consecuencias reales para los servidores públicos responsables. En contraste, en el sector privado, una mala gestión tendría repercusiones inmediatas, incluyendo despidos y medidas correctivas, lo que destaca la necesidad de mayor rendición de cuentas en el manejo de programas sociales.
La pobreza alimentaria es un problema que nos afecta a todos, no solo a quienes la padecen directamente. Si México aspira a un futuro más justo y próspero, no podemos permitir que millones de personas sigan viviendo con hambre en silencio. Es evidente que el gobierno, por sí solo, no ha logrado ni logrará resolver este problema; se requiere construir una gran causa colectiva que alinee los intereses de organizaciones civiles, empresas y la sociedad en general para enfrentar esta crisis.
No puedo olvidar la imagen que vi en mi visita al Banco de Alimentos de Puebla, dos cerebros de niños de 8 años, pero con un desarrollo completamente diferente debido a la nutrición que recibieron en sus primeros años de vida. Esa imagen es un recordatorio poderoso de que el hambre no solo destruye el presente, sino que compromete irremediablemente el futuro de toda una generación.