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Opinión

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La risa es de los demócratas

A pesar de la indignación por las bromas de Tony Hinchcliffe sobre Puerto Rico en el mitin de Donald Trump en el Madison Square Garden, su comedia de insultos arroja luz sobre la victoria de Trump. Ambos hombres se posicionan como rebeldes antiélite, lo cual es una trampa para los culturalmente desposeídos.

FILE PHOTO: Comedian Tony Hinchcliffe speaks during a rally for Republican presidential nominee and former U.S. President Donald Trump at Madison Square Garden, in New York, U.S., October 27, 2024. REUTERS/Andrew Kelly/File PhotoAndrew Kelly

NUEVA YORK. El comediante estadounidense Tony Hinchcliffe causó un escándalo en los días previos a las elecciones presidenciales de Estados Unidos con sus bromas en el mitin de campaña de Donald Trump en el Madison Square Garden de Nueva York. Como telonero de lo que el New York Times llamó un “carnaval de agravios”, Hinchcliffe insultó a Puerto Rico (“una isla flotante de basura”), a los latinos (“demasiados de ellos” a los que “les encanta hacer bebés”), a los negros (comedores de sandías), a los palestinos (lanzadores de piedras) y demás. 

Mucha gente, no sólo liberales y minorías, se mostró indignada. Muchos incluso supusieron que este tipo de intolerancia afectaría las chances de ganar de Trump –los latinos sin duda votarían por Kamala Harris–. Se equivocaron. El tipo de humor de Hinchcliffe ayudó a Trump, o al menos no lo perjudicó: el 46% de los votantes hispanos autoidentificados votó por él.

A Hinchcliffe, un hombre de 40 años que creció en una zona marginal de Ohio y hoy está radicado en Texas, le encanta provocar escándalos. Su actuación es lo que se conoce como “comedia de insultos”. Su humor consiste en ridiculizar a los famosos, así como a los espectadores.

Existe una rica tradición de este tipo de comedia en Estados Unidos. Hinchcliffe es un admirador del difunto comediante judío Don Rickles, también conocido como el Mercader del veneno. Rickles insultaba a todos, desde italianos, polacos, negros y judíos hasta a sus amigos famosos, entre ellos Dean Martin y Frank Sinatra, e incluso a sí mismo. Pero con sus guiños se aseguraba de que poca gente se sintiera seriamente ofendida.

Mucho más mordaz y escandaloso que Rickles era Lenny Bruce, el comediante de stand up que insultaba y utilizaba palabrotas deliberadamente para revelar la hipocresía de una sociedad que insistía en la corrección verbal, al mismo tiempo, que toleraba los abusos raciales, la violencia policial y la corrupción política. Bruce fue arrestado en 1961 por usar palabras “obscenas” en su número. A pesar de haber sido absuelto, se le prohibió aparecer en televisión y fue perseguido por la policía hasta su muerte cinco años más tarde.

Lo que más le importaba a Bruce era la libertad de expresión. La tarea de un comediante, en su opinión, era traspasar los límites del buen gusto y las convenciones sociales. Hinchcliffe está de acuerdo. “Mi postura es que los cómicos nunca deberían pedir disculpas por un chiste, nunca deberían dejar de trabajar si todo el mundo va tras ellos y nunca deberían bajar el ritmo”, explicó en una entrevista en abril.

Pero existe una diferencia importante entre Bruce y Hinchcliffe. Bruce era un hípster que modelaba sus rutinas según el free jazz y se sumergía en el mundo contracultural de los poetas beat, la música negra y la revolución sexual. Contó con el apoyo de artistas e intelectuales que se consideraban parte de una vanguardia “progresista”.

Hinchcliffe, en cambio, hizo sus comentarios en un mitin del Partido Republicano. Las personas que lo vitorearon no son en absoluto progresistas. Más bien, han abrazado descaradamente a Trump, que llama a los inmigrantes “criminales” y “violadores”, repite historias inventadas sobre estadounidenses de origen haitiano que se comen las mascotas de la gente y habla de encerrar a sus oponentes y aplastar a sus críticos. Como otras figuras mediáticas en el universo Trump, Hinchcliffe quiere la libertad para ser un intolerante, y eso está muy lejos de la petición de Bruce de una mayor tolerancia.

Ahora bien, ver a Bruce como progresista y a Hinchcliffe como conservador es no entender el punto. Hinchcliffe, al igual que Trump, no es de ninguna manera un conservador, sino un rebelde contra un establishment acartonado –muy parecido a Bruce, que apuntaba contra los poderosos, los empresarios, los puritanos, la gente muy tradicional–. En cierto modo, lo mismo puede decirse de Hinchcliffe, que incomoda a las élites que dominan las universidades, los medios, las editoriales, los museos, las fundaciones y las ONG de Estados Unidos.

Los votantes de Trump, en gran medida, se sienten excluidos y despreciados por estos profesionales urbanos con derechos. Son los “deplorables”, para usar la célebre frase de Hillary Clinton, que no suscriben las opiniones sobre género, raza y justicia social que han consumido a las instituciones enrarecidas del país, y están cansados de que se les sermonee y de que se les trate con condescendencia.

La victoria de Trump no es un triunfo del conservadurismo, sino todo lo contrario; es una rebelión de los desposeídos culturales que se sienten políticamente empoderados por alguien que dice venir de afuera y que promete un cambio radical. Eso incluye a los hispanos que no quieren que los llamen latinx, y también a bastantes negros.

El propio Trump es una suerte de cómico del insulto. La grosería de sus chistes es la razón por la que a mucha gente le cae bien. Y cuanto más se enfurecen el New York Times y otros órganos del establishment cultural por sus payasadas, más crece su atractivo.

Muchos liberales que se sienten consternados, y con razón, por la victoria electoral de Trump podrían verse tentados de echarle la culpa al racismo y al fanatismo de sus votantes. Pero esto sería un grave error. Los demócratas no pueden recuperar la confianza de un gran número de votantes estadounidenses fuera de las grandes ciudades y de las ciudades universitarias por ser un partido de las élites. Y sin el apoyo de la gente que no tiene títulos universitarios, así como de los evangelistas y los votantes rurales, los demócratas están condenados al fracaso.

Los liberales deben hacer más hincapié en la clase social que en la raza, el género y la política sexual. La guerra cultural puede ganar votantes urbanos, pero no afectará de manera significativa la política nacional. Existen indicios de que Harris lo entendió. Ella les restó importancia a sus propios antecedentes y, en gran medida, se ciñó a cuestiones básicas.

Pero ya es demasiado tarde. Su presencia en la carrera presidencial –una mujer de color a la que trajeron como reemplazo de último minuto– atizó la rebelión contra el establishment cultural. El humor de Hinchcliffe es verdaderamente deplorable. Pero expresar indignación no sirve tanto como entender por qué hace reír a la gente.

El autor

Ian Buruma es el autor, más recientemente, de Spinoza: Freedom’s Messiah (Yale University Press, 2024).

Copyright: Project Syndicate, 2024

www.project-syndicate.org

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