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Arte e Ideas

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A propósito del posimperio: Justin Bieber

Para Easton Ellis, el rey del posimperio es Charlie Sheen. Está equivocado, Sheen es demasiado viejo, un desecho del imperio y, por lo tanto, un pedazo del pasado.

Hace una semana en esta columna, en una digresión permitida por el espíritu patronal del Garage Picasso (Pablo Picasso, él), nos pusimos a platicar del posimperio, esa oleada cultural bautizada así por el escritor Bret Easton Ellis, encabezada por gente como Charlie Sheen y la cantante Rebecca Black. El posimperio es la cultura de lo que está fuera de los poderes fácticos, del establishment, del orden como era y ya no es.

Para Easton Ellis, el rey del posimperio es Charlie Sheen. Está equivocado. Sheen es demasiado viejo, un desecho del imperio y, por lo tanto, un pedazo del pasado. No, el líder del pos-imperio debe ser joven, nuevo, fresco...

Declaro, lector, que el rey del posimperio (¿el posemperador?) se llama Justin Bieber.

Así está la cosa: el otro día, en una mezcla de morbo y nostalgia que me parece obsceno explicar (pero que explicaré en alguno de los párrafos siguientes), fui a ver Never Say Never en 3D.

Al lector informado no hace falta que le explique que Never Say Never en 3D no es el renacimiento del Agente 007, sino un documental que narra el ascenso de esa superestrella de 16 años y cabello de un lacio envidiable que es el cantante Justin Bieber.

Si algún lector no lo conoce es porque: a) no tiene hijas en esa intempestiva edad que es la pubertad; b) no tiene ningún interés en la música que programan estaciones como Exa FM o los 40 Principales y c) no sufre de un ataque de adolescencia tardía, que es, ¡ay!, lo que le sucede a esta columnista.

Así que Justin Bieber, el pos-imperio y la adolescencia tardía. Ésta es mi teoría: en el pos-imperio todos viviremos en una suerte de adolescencia eterna. Es decir, todos seremos fans de Justin Bieber.

No se dude: Never Say Never es un buen documental épico que narra el comienzo de Bieber como un fenómeno de You Tube a los 12 años, narra su lucha desigual con las fuerzas del imperio y la caída del imperio que acaba postrándose ante el nuevo héroe. El rey toma su corona en uno de los viejos bastiones imperiales: el Madison Square Garden. Su pueblo lo aclama. Fin.

Pero no solo eso, es también un transporte directo al posimperio: te hace sentir cerca del protagonista, en un crescendo emocional que crea una inescapable sensación de verosimilitud, te lleva, sin dolor, justo a donde quiere. Al final, créalo o no, uno sale convencido de que Justin Bieber merece existir y que, de alguna mágica manera, uno también es parte de su pueblo.

O lo que es peor: uno sale fan del muchacho. Porque es un hecho: el joven Bieber, canadiense para más señas, es una verdadera estrella. No sólo canta muy bien y se comporta en el escenario como si hubiera nacido para ello (no hay que olvidarlo, sólo tiene 16 años, 12 cuando fue descubierto en Internet), lo hace con una gracia natural que simplemente no puede ser obra de manufactura imperial.

Ninguna disquera apostó por Justin Bieber, a pesar de los millones de fans en You Tube. Fueron ellos los que se lo entregaron a las disqueras y no al revés. Sólo después de que el fenómeno on line se convirtiera en una gira nacional fue que MTV Films se decidiera a hacer un documental. Es el imperio el que produce la cinta, pero es el posimperio la materia que lo vuelve memorable.

A esta columnista Never Say Never le causó algo más: me hizo sentir que desperdicié mi adolescencia oyendo rock y despreciando al pop. Siento envidia de las fans treceañeras de Justin Bieber. Ellas pertenecen al hoy mientras yo ya soy una reliquia. Yo soy parte del imperio.

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