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Espejismos a la italiana
Si hay nostalgia por Fellini, la ganadora del Óscar a Mejor película en lengua no inglesa es el remedio.
Italia. Ningún otro país ha sido más veces nominado al Óscar de película extranjera (para ser correctos: a película en un idioma distinto al inglés). Ningún otro país ha ganado más veces. Este año Italia repite el premio gracias a La gran belleza de Paolo Sorrentino, lo que significa que Hollywood premia a su gemelo europeo por recuperar su identidad.
Me explico. No es accidente que el cine italiano sea tan amado por la Academia. Los italianos, como los estadounidenses, dominaron el arte de filmar bonito, de filmar para la audiencia, muy rápido en la historia del cine. Ambos cines cultivaron sus propios clichés, identidades divergentes, pero son muy parecidos: melodramáticos, divertidos, sobre todo fáciles de ver.
Los italianos, hay que aceptarlo, son más pretenciosos. Donde un director gringo quiere divertir, un italiano quiere hacer poesía.
En los años 60 y 70, el cine italiano volaba por el mundo con la misma velocidad que el de Hollywood, amado por las grandes audiencias lo mismo en el cineclub que en el cine de barrio. Fellini, Visconti, Rosellini, Pasolini; hasta el Antonioni más serio o el Scola más triste, o el Dino Risi más disparatado.
¿Luego qué pasó? La crisis mundial de la exhibición y la producción, junto con cambios generacionales no del todo afortunados, hicieron que el cine europeo y el italiano en particular renunciara a su identidad y pasara por una hollywoodización fallida, imitación sin chiste que por buena suerte ya pasó de moda. Aunque nunca dejaron de tener buenas cintas, Italia vive un gran renacimiento fílmico. Y tenemos La gran belleza.
LA DOLCE VITA NUNCA FUE TAL
Jep Gambardella (Toni Sevillo, el actor imprescindible de Paolo Sorrentino) nació para la vida sensible . Es escritor... Es decir, fue escritor. De joven publicó una novela exitosa entre sus amigos, la clase intelectual. A los 65 años, Jep es un reportero de lujo que escribe crónicas de la vida elevada, y cada vez más empolvada, de la Roma contemporánea. Lo que es lo mismo: le pagan por ser un socialité perezoso.
La Italia contemporánea es un lugar donde en las fiestas caras se baila merengue y hasta las monjas usan botox. Table dances, discusiones literarias, performances estúpidos, cocaína, heroína y mucho alcohol. Los trenes de Roma son los mejores , dice Jep, porque no van a ninguna parte . (La película está llena de grandes frases, dan ganas de entrar a la sala con libreta).
Sin destino, estancados en una falsa admiración por lo sublime, así son los romanos. ¿Un ambiente melancólico? Más bien absurdo, ridículo: la depravación de una fiesta a las tres de la madrugada y uno está todavía sobrio para saber qué papel tuvo en esa vergüenza.
¿Recuerdan La dolce vita? Jep es Marcello, el mismo reportero de sociales que interpretara Marcello Mastroianni. Fellini se burló de La dolce vita, probó que no existía ese espejismo al que todos sus contemporáneos le rendían culto.
La gran belleza es más que un guiño a Fellini, más que un homenaje: es una puesta al día de la estética y los temas fellinianos. Aunque La gran belleza hace un tenue esfuerzo por tener una trama (Jep es un observador al que también le suceden cosas, entre ellas perder a su amor de adolescencia que fue su único auténtico), donde brilla es en la viñetas de la vida romana, los chistes visuales. La cinta abre con una gran panorámica de Roma: un turista se muere de un infarto provocado por tanta hermosura.
Porque el título, aunque irónico, no miente: Roma es la gran belleza. Ya nos los habían dicho los maestros del cine italiano (Rosellini demostró que inclusive una Roma destruida es una pieza de arte imposiblemente perfecta) pero no está de más que Sorrentino nos lo recuerde. Esa ciudad de cuento, eterna, de marfil; bella y vieja, una diva. Debajo de todo el bla, bla, bla mezquino y aburrido de sus habitantes está Roma, el espejismo más grande.
concepcion.moreno@eleconomista.mx