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La epidemia de Atenas

Foto: Especial

Foto: Especial

Carlos Bautista Rojas

La primera epidemia documentada ocurrió en la Atenas de Pericles, luego de que, en 431 A.C., los atenienses se embarcaron en una guerra fratricida contra Esparta, que se prolongó durante más de un cuarto de siglo y que ensombreció el esplendor del imperio ateniense —entre cuyas aportaciones culturales están el régimen democrático, la arquitectura de la acrópolis, las obras de Sófocles y Eurípides y la filosofía de Sócrates.

Pericles sabía que era imposible vencer a los espartanos en tierra, pero también que la flota ateniense era invencible. Por ello, decidió que, durante los combates, los campesinos se refugiaran en la ciudad, que estaba rodeada por una muralla de 6.5 kilómetros de largo y 165 metros de ancho: un corredor defensivo que comunicaba Atenas con el puerto de Pireo. De acuerdo con el plan de combate, mientras los ejércitos espartanos ocuparan la despoblada región del Ática, la flota ateniense arrasaría las costas del Peloponeso.

Los campesinos que se alojaron en Atenas atestaron las casas de amigos y familiares, y los que no encontraron albergue construyeron barracas a campo raso. Así se prepararon para resistir el tiempo que durara la invasión ateniense. Mientras tanto, los espartanos —encabezados por el rey Arquidamo— y sus aliados comenzaron a devastar los alrededores de Atenas. Pericles partió hacia la ciudad de Epidauro, aliada de Esparta en la costa del Peloponeso, mas no contaba con que, unos días después de la llegada de los espartanos al Ática, una epidemia —que, según suponen los investigadores, provino de Etiopía y había pasado por Egipto, Libia y Persia— arremetería contra Atenas con una rapidez nunca antes vista en la ciudad, ahora sobrepoblada por el cerco militar.

¿Castigo de los dioses?

En una crónica que durante siglos se consideró un modelo de informe médico, Tucídides (460-395 a.C.) describió a detalle los síntomas de la enfermedad: «Muchas personas comenzaron a sentir que la cabeza les ardía, que sus ojos se inflamaban, que la garganta y la lengua les sangraban; su aliento se volvía desagradable; sufrían estornudos y ronquera; un dolor les atacaba el pecho y sufrían de tos. Después, sentían aquejado el estómago y vomitaban toda clase de humores que hayan recibido nombre en la profesión médica [...] Casi todos los enfermos tenían accesos de náusea sin vómito, que les producían violentos espasmos [...] la piel se ponía rojiza y amoratada, y crecían pequeñas pústulas y úlceras».  

Según Tucídides, los contagiados morían por la enfermedad al séptimo u octavo día o, pasado ese tiempo, a consecuencia de la debilidad causada por «ulceraciones violentas y por una diarrea incontenible». Quienes sobrevivieron a la epidemia quedaron inmunes, pero no libres de secuelas: la peste afectaba a los órganos genitales; muchos perdieron sensibilidad y movilidad en los dedos de las manos y los pies; algunos quedaron ciegos, y otros sufrieron amnesia temporal. Los de complexión fuerte no estaban en mejores condiciones de soportar la enfermedad, pues exterminaba a todos por igual, incluso a los que eran atendidos y alimentados con el mayor cuidado. Lo que a unos beneficiaba, a otros perjudicaba: no había tratamiento eficaz contra esa peste.

Con los ejércitos enemigos fuera de la muralla y la epidemia por dentro, Atenas se convirtió en un infierno en el que los más afectados fueron los campesinos que acampaban en las calles, pues con el calor del verano y la falta de higiene, eran los primeros en morir. Después de su incursión por el Peloponeso, y sin haber logrado tomar Epidauro, Pericles regresó a su patria y encontró Atenas azotada por la peste. El temor al contagio hizo que los espartanos suspendieran su ofensiva en el 429 A.C. Pero, cuando la epidemia parecía haber aminorado un poco, decidieron regresar; fue un respiro demasiado breve, pues la peste volvió a brotar en el invierno del 427 A.C. y duró otro año, hasta que finalmente desapareció. Según Tucídides, murieron 4 400 hoplitas —soldados de infantería— de los 15 500 que había en el ejército ateniense, y de los mil soldados de caballería murieron 300.

La debacle de Atenas

La peste tuvo un desquiciante efecto en la sociedad ateniense. Al principio, corrió el rumor de que los espartanos habían envenenado los depósitos de agua del Pireo, pero como el número de muertos fue mayor en Atenas —supuestamente aislada del enemigo por la muralla—, pronto descartaron esa idea. Al no encontrar causas humanas, se culpó a los dioses y esta idea coincidió con una antigua profecía que advertía que una guerra con el Peloponeso desencadenaría una peste.

Para los atenienses, la idea de una intervención divina explicaba por qué los espartanos habían escapado casi indemnes a la peste; pero cuando la epidemia se encontraba en su peor momento, fue obvio que atribuirla a los dioses tampoco les ayudó a librarse de ella. Ante los cadáveres amontonados dentro de la ciudad sitiada, la desesperación se apoderó de la ciudad y sus habitantes se volvieron indiferentes a las reglas de la ley y la religión. Las ceremonias fúnebres fueron pasadas por alto y, en un estado de caos sin precedente, la norma de vida pronto se convirtió en la búsqueda del placer y el desenfreno.

Frustrados y desmoralizados, los atenienses se volvieron contra la autoridad de Pericles e incluso intentaron pactar la paz sin su consentimiento. Esto fue el principio del fin de Atenas; la otrora gloriosa ciudad entró en un periodo de corrupción y mal gobierno, a tal grado que terminó siendo derrotada por los espartanos en el 404 A.C.

*Antes de que pandemias mediáticas, medidas sanitarias y demás bichos impredecibles se pusieran de moda, Carlos Bautista Rojas ya era un obsesivo de la limpieza —nunca de espíritu—, que no del orden. De entre todos los virus y bacterias del mundo, espera que el postrero sea tan fulminante y breve como las pestes de la Antigüedad.

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