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¿Llevamos la competitividad en la sangre?
¿Qué es lo que hace que algunos quieren destacar y llevar la voz cantante, mientras que otros prefieren vivir en el anonimato sin apenas despuntar?
Todos hemos conocido a personas que parecen llevar la competitividad en la sangre y que aprovechan cada ocasión para medirse con los demás. ¿Pero de verdad se puede llevar el espíritu competitivo en la sangre?
El contexto social, la extroversión y otros factores
A pesar de que hay autores que hablan de un “gen competitivo”, seguramente no existe un único factor biológico que determina el grado de competitividad de una persona. La extraversión tiende a predecir la percepción que una persona tiene de su afán competitivo. De hecho, ser competitivo conlleva orientarse hacia el mundo exterior y buscar distinguirse para sobresalir. Esto quiere decir que el contexto social y personal influye en cómo una persona expresa su competitividad.
Un ejemplo famoso del mundo del deporte puede ilustrar cómo factores sociales pueden no sólo influir en, sino desatar, el espíritu competitivo en alguien: Michael Jordan, considerado el mejor jugador de baloncesto de la historia, tenía un talante muy competitivo. En su juventud, sin embargo, no destacaba especialmente. No sólo se quedó fuera del equipo de su instituto, sino que sus dos hermanos eran, durante una época, mejores atletas que él. En varias ocasiones, Jordan ha contado que la rivalidad con sus hermanos para conseguir el reconocimiento de su padre desató en él un “fuego” que seguía encendiéndose años después cuando competía y alguien buscaba medirse con él.
El ejemplo de Jordan muestra que una persona tan competitiva como él no saca, desde el principio y sin más, su genio competitivo. Hay factores tanto internos (biológicos) como externos (sociales) que inciden en cómo surge y se expresa la competitividad en una persona.
Pros y contras de competir con otros
Si nos fijamos en otros ámbitos afines al deporte profesional, como el deporte recreativo y el de los juegos, vemos que también promueven la competición. Casi todas las sociedades del mundo han establecido este tipo de ámbitos donde la gente de todas las edades pueden ponerse a prueba e intentar ganar. En la gran mayoría de las competiciones hallamos a ganadores y perdedores, aunque a veces una competición puede quedar suspendida o acabar en un empate.
Los problemas derivados de la competitividad suelen surgir por dos razones: o bien se vuelve excesiva, o bien sale fuera del ámbito para el que estaba destinada y empieza a invadir otros espacios no asignados para la competición.
Relacionado con lo primero, algunos estudios indican que el exceso de competitividad puede generar ansiedad y tendencias narcisistas y aumentar la impaciencia, la irritabilidad e incluso problemas cardiovasculares en ciertas personas. La gente muy competitiva suele querer controlar y dominar a los demás, lo cual obstaculiza e impide muchas veces la buena convivencia.
¿Compatible con la convivencia?
Para evitarlo, muchas sociedades han creado ámbitos donde la competitividad es compatible con la convivencia. En el deporte, por ejemplo, la competitividad puede ser canalizada de una forma ordenada y regulada. Las reglas permiten a los deportistas medir sus fuerzas dentro de unos límites establecidos.
Además, el deporte puede fomentar una competitividad colaborativa. Esto ocurre cuando los deportistas se esfuerzan y empujan entre sí para llegar a la excelencia. En este caso, la competición no sería un juego de suma cero con un ganador y muchos perdedores, sino que todos los aspirantes a ganar determinado partido, medalla o título serían colaboradores que se necesitan mutuamente para superarse a sí mismos.
Lo que pasa es que los competidores, sea en el deporte o fuera de él, rara vez lo viven así mientras compiten. La etimología de la palabra tampoco apoya una interpretación tan pacífica de la competición: com puede significar tanto “con” como “contra” y peto y petere hacen referencia no sólo a desear y aspirar, sino también a formas de orientarse hacia una meta y atacar. Competir encierra una tensión y una intensidad que no se puede anular sin disolver el propio acto competitivo.
Es precisamente esta intensidad, inherente en la interacción continua de atacar y defender, la que les da a los competidores la oportunidad de superarse. Mientras que se respeten en medio de la competición, el afán por superarse suele desarrollarse dentro de unos límites sanos.
¿Competitividad para educar?
Otro problema con la competitividad es cuando invade terrenos a los que no pertenece, por ejemplo la educación. A veces es difícil saber si la competición pertenece a un ámbito o no. Muchos estudiantes piensan que compiten por las mejores notas, cuando, en realidad, no es así, a no ser que los profesores hagan comparativas y juegos competitivos entre ellos. Pero convertir en rivales a niños y jóvenes, que van a la escuela para aprender, suele ser contraproducente para su aprendizaje, autoestima y convivencia y va en contra del propio sentido de escuela.
Escuela viene del término griego schole, que se refiere al tiempo libre durante el cual los seres humanos no trabajan ni están bajo la presión de cubrir sus necesidades básicas. Es el tiempo del ocio y del gozo de la vida.
Ya que tenemos ámbitos destinados a la competición, ¿sería posible recuperar el sentido original de escuela y promover el tiempo del gozo para que las nuevas generaciones cojan el gusto de aprender y formarse sin tener que competir?
Jonas Holst, Profesor Titular de Filosofía e Historia del Pensamiento, Universidad San Jorge
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.