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No sé, a lo mejor, quién sabe
En nuestro país solemos subestimar los debates presidenciales. En parte es porque ha habido muy pocos y han sido acotados por diseño para tratar de exprimir cualquier posibilidad de que influyan en la elección.
En nuestro país solemos subestimar los debates presidenciales. En parte es porque ha habido muy pocos y han sido acotados por diseño para tratar de exprimir cualquier posibilidad de que influyan en la elección.
Me gustaría decir que la larga tradición de los debates en la democracia estadounidense ha servido para fomentar ejercicios útiles para contrastar las plataformas políticas. Después de todo nos llevan algunas ventajas:
- Son realizados en universidades.
- Son moderados por periodistas más preocupados por que se respondan preguntas que en cumplir el cronómetro de programa de concursos.
- Sus productores consiguen iluminar a los candidatos sin que su piel reluzca verdeamarilla.
- Su estructura que no requiere la participación de edecanes semidesnudas para llevar papelitos a los participantes.
Pero entonces veo el ejercicio de anoche entre Donald y la secretario Clinton (así se llamaron respetuosamente entre ellos): Un candidato que pensó que la única preparación que necesitaba era escoger una corbata y peinarse (esto último también es debatible), enfrentado a una candidata que se pasó las últimas dos semanas practicando con presentaciones power point.
¿Cuál es el resultado?
Los seguidores de Trump, entre ellos su nueva jefa de campaña y Sean Hannity, ese payaso insufrible que se disfraza de periodista todas las noches para Fox News, juran que Donald arrasó.
El resto del mundo, mediático, periodístico, intelectual (incluyendo a todos los que sintonizaron pensando que era una repetición de SNL) opinaron lo contrario.
¿Servirá de algo en el resultado final de la elección?
Citando a Trump... o más bien citando a Trump citándose a sí mismo para ilustrar cómo rechazó categóricamente la guerra con Irak cuando Howard Stern le preguntó su opinión: no sé, a lo mejor, quién sabe.
Si algo ha mostrado el candidato republicano es que es impermeable a la crítica y el ridículo mediático. Es un candidato que no sólo miente (como político) sino que cuando es sorprendido y confrontado en sus mentiras vuelve a mentir diciendo que no dijo lo que dijo, y frente a la evidencia asegura que fue sacado de contexto.
Sin embargo, el lunes tuvo un tropiezo mayor. Se le cuestionaba el que no hubiera dado a conocer sus declaraciones de impuestos. Clinton lo provocó afirmando que a lo mejor no lo hacía por no tener el dinero que afirma tener o porque su dinero proviene de otro lado. Después de todo, en las últimas declaraciones federales que se le conocen no pagó impuestos por ingresos. Trump que ya para entonces había sido desbordado un par de veces por sus propias emociones, no pudo evitar una sonrisa de chico listo y dejar caer es porque soy inteligente .
No es un desliz verbal más. El candidato que argumenta que su país malgasta el dinero, que no cobra lo que debería a las potencias aliadas por su apoyo; que ha machacado el déficit gubernamental a Clinton y Obama, como si sus peores excesos no provinieran de los ocho años de guerra y paranoia del gobierno de Bush junior; declaró en televisión nacional que él no paga impuestos porque es más listo. Si uno de sus dislates va a costarle la campaña, será ese.
Una de las mayores cualidades del debate fue el que los candidatos siempre estuvieran a cuadro. La pantalla dividida entre lo que uno decía y las reacciones del otro. Lo cuál hubiera sido muy útil para Trump que parecía más solvente en el dígalo con mímica que en expresar sus ideas. Trump exhibió todo el catálogo de muecas, gestos y resoplidos con los que suele ser caricaturizado en SNL.
Clinton fue sobria, difusa por momentos y hasta aburrida. Pero las tres, en contraste con su adversario, se vuelven virtudes insoslayables. Su problema fundamental es que por si sola no despierta pasiones. Obama lo hacía con sus discursos, Trump lo consigue con sus barbaridades y promesas de enriquecer al país porque sabe cómo: es el epítome de la adoración estadounidense al dinero y la fama vacía.
El candidato republicano ha sacado provecho de aquello de no hay publicidad mala: qué hablen bien, qué hablen mal, pero que hablen. Y bueno, de Trump se habla todo el tiempo. Clinton puede estar muy bien preparada, pero no es precisamente simpática, y durante meses su mejor cualidad ha sido no ser Trump. Se había vuelto la candidata del voto útil: el salvavidas de la democracia suicida. Después de anoche debiera ser evidente que es la única candidata posible. Quizá la mayor sorpresa del debate es que aún exista una masa de indecisos.