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Otros vientos, muchos gritos
José María Morelos y Pavón incluyó en Sentimientos de la Nación la ordenanza de conmemorar la Independencia el 16 de septiembre. Antonio López de Santa Anna decidió torcerlo todo y trasladar la fiesta al día 15.
El protocolo ha cambiado, pero septiembre sigue siendo el mes de la patria. Huele a cuetes, sabe a tequila, todo es blanco, verde y colorado y queremos fiesta. Una muy particular, donde parezca que la Historia ha nacido con nosotros. Para que vivan los héroes que nos dieron patria, para que viva México, para celebrar la más merecida de todas nuestras celebraciones. Y porque nos urge hacerlo, como ahora, desde principios del mes.
Sin embargo, habremos de tener paciencia. Quizá consolarnos pensando que el proceso de la Independencia de México fue uno de los más largos de América Latina duró oficialmente 11 años. El retardo tuvo que ver con todos los matices de la desigualdad. Primero se gritaba por la soberanía de Fernando VII sobre España y sus colonias, después por la desaparición de los gachupines y su autoritarismo, y más tarde por un gobierno propio, republicano y liberal. Por un pensamiento adecuado al nacimiento de un nuevo país: México, un lugar maravilloso, independiente, que no iba a llamarse Nueva España nunca más.
Pero no se atore en el retardo. Piense que una de las grandes desventajas del apremio es que lleva demasiado tiempo, y que ningún hombre con prisa puede considerarse civilizado. O que, desde el principio, el grito se celebró mucho tiempo después de proferido. La primera vez que se vitoreó oficialmente un festejo por el grito de independencia fue el 16 de septiembre de 1812, todavía en plena lucha. Al año siguiente, José María Morelos y Pavón no por nada el siervo de la patria incluyó en su documento Sentimientos de la Nación la ordenanza de que la conmemoración de la Independencia debía realizarse el 16 de septiembre. El primer presidente que tocó la campana para celebrar el Grito fue Guadalupe Victoria en 1827. más tarde, Antonio López de Santa Anna alias El Quinceuñas decidió torcerlo todo, como acostumbraba, y trasladar la fiesta al 15 de septiembre. Y como el ejemplo cunde, desde entonces llueva, truene o mal rayo nos parta, cada presidente, en punto de las 11 de la noche del día 15 de septiembre, grita, toca la campana, e inicia oficialmente la celebración.
Sin embargo entérese y sorpréndase esta vez nos pasa justamente lo mismo que ocurrió en 1810, el verdadero año del grito de Miguel Hidalgo. Dicen las crónicas que un par de meses antes de que los vientos independentistas comenzaran a soplar, los más tempestuosos de la naturaleza azotaron al país. Huracanes en las costas, relámpagos en centro y occidente que parecía iban a destruirlo todo, manifestaciones de un furioso Tláloc y todas sus huestes divinas que causaron pánico y asombro también aterradores socavones y un pavor que al grito de trágame tierra sacudía a la población del virreinato.
Carlos María de Bustamante, en su libro llamado Suplemento a la Historia de los tres siglos de México durante el gobierno español, hace un recuento de estos desastres naturales y escribe:
A las ocho de la noche del día 29 de agosto de 1810 comenzó a soplar un viento norte tan fuerte en Veracruz y Acapulco, que a la media hora ya no había hombre que pudiera resistir su furia, ni cerrojos ni aldabas que pudiesen sujetar las puertas y ventanas de las casas. Tan furioso vendaval continuó mezclado con algunos aguaceros, hasta las diez y media que se cambió del Sur, corriendo con mucha más fuerza hasta las doce y media de la noche que empezó a ceder, calmando enteramente con una lluvia tan copiosa que apenas cabía por las calles .
Cuentan las crónicas que este huracán terrible echó por tierra 124 casas en Acapulco. Y que en la hoy Ciudad de México los edificios de fábrica regular sufrieron terribles averías, especialmente sus techos. En las dos filas de árboles situados en ambos lados de la calzada que subía de la ciudad al Castillo, y en toda la avenida del actual campo de Marte, todos los árboles fueron derribados o arrancados enteramente. Los caminos quedaron intransitables y, al amanecer del día siguiente, los campos inmediatos a la ciudad presentaban montones de escombros y ruinas y en las calles podía verse a casi todas las familias sacando de entre las palizadas de sus casas los muebles y utensilios que quedaban para ponerlos a cubierto en las construcciones que no habían padecido tan considerable daño.
En Veracruz sopló el viento con igual furia. Las casas no sufrieron el destrozo que las de Acapulco, por ser de construcción más sólida; pero sí los barcos, que chocaron unos con otros, y siendo la marejada muy impetuosa, causaron la muerte de muchos . Las noticias provocaron terror y desolación en el país entero. Para mayor espanto y como final de fiesta se reportó que en la tarde del 30 de agosto cayó un rayo en la Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, que destrozó el inmueble, tiró las campanas y amenazó acabar con la fe y con el servicio. Se hizo necesario conducir la imagen a la Catedral para rezarle un novenario. Concluido éste, algunas preladas de los conventos pidieron que la máxima figura de la Iglesia la visitase por tres días para solemnes cultos. El señor Arzobispo accedió de inmediato. Y no sabemos si las plegarias fueron atendidas, pero gracias a Dios , en poco tiempo la santa virgen volvió a su templo. Y los vientos huracanados y la desolación se detuvieron.
Cuentan que el fervor llegó a tal grado que algunos días antes del grito en Dolores aumentaron las demostraciones de piedad y las calles se adornaron con toda especie de demostraciones de júbilo y ternura dolorosa. Ya sabemos que más pronto que tarde aquella devoción desmesurada cambiaría de advocación y de madre santa y que bendiciendo el anhelo de libertad, y en el estandarte de Miguel Hidalgo, la virgen de Guadalupe acogería a los insurgentes con su manto. En el caos de la Ciudad de México, los exvotos agradeciendo a la Guadalupana que ya hubiera salido el sol, atestiguan que, por acuerdo divino, estaba correctamente indicado que la Morenita se convirtiera en bandera insurgente, patrona de los vientos de la nueva patria, protectora de los huracanes de la lucha y autora de los céfiros de la libertad.
hoy en día no tenemos tanta fe y somos más desconfiados. Podríamos pedir a los altos cielos que detuvieran las lluvias, rogar por un poco de sol, que ya no se abran hoyos en el suelo, se detengan la maledicencia y la estulticia y la fiesta comience de una vez. Para la diversión, trompetas y banderitas; elotes y elotazos para la emoción, sombreros y rebozos para vestirnos todos. Para la tripa, pozole y enchiladas; para el alma, un mole y un mezcal. Y para el patriotismo, nada más averiguar lo que nos falta.