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Arte e Ideas

Lectura 4:00 min

Perspicaz retrato de un estadista

Steven Spielberg no nos presenta a un héroe de bronce, sino a un hábil estadista y a un hombre lleno de contrastes.

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Es notabilísimo, como ha indicado el historiador Louis Menand, que Estados Unidos haya pasado por una catástrofe del tamaño de su Guerra Civil (1861-1865, una guerra que costó la vida de más de medio millón de soldados) sin abandonar su Constitución, sin cambiar de forma de gobierno, sin que se suspendieran las elecciones, sin un golpe de Estado.

El hombre que estaba al frente del país, la brújula moral de la Unión, era Abraham Lincoln, un abogado de pueblo que llegó a la Presidencia gracias a su sentido común. Lincoln es considerado el político honesto por excelencia. Tanto, que su mote de cariño entre los estadounidenses es Honest Abe. Ése es el mito.

Todo eso suena muy bien, el Honesto Abe, tan esforzado y sabio. Si de eso se tratara Lincoln de Steven Spielberg, la cinta tendría el mismo sentido que lo honores a la bandera en la escuela primaria. No sería una cinta importante.

Quien piense que Spielberg es sólo un cineasta de entretenimiento tiene que ver esta cinta. Spielberg y el dramaturgo Tony Kushner logran una mirada absolutamente perspicaz de la política estadounidense y un retrato honesto no de un héroe de bronce, sino de un gran estadista.

La película de Spielberg explora a un personaje encantador y tiránico, manipulador y noble, cariñoso con sus hijos pero distante con su esposa, Mary Lincoln (Sally Field). Quizá lo más sorprendente sea esto: Abraham Lincoln fue capaz, como cualquier gran maestro de la política, de jugar con cartas marcadas.

La acción comienza a finales de 1864, la Guerra Civil es un río creciente de sangre. Spielberg experimenta de nuevo con la puesta en escena bélica con la primera escena, como lo hizo en Salvando al soldado Ryan. En Lincoln la escena de apertura es menos espectacular, pero igual de violenta, acaso más: vemos a unionistas y confederados batirse en un lodazal a bayoneta calada. Una batalla sin prisioneros.

Después, un par de soldados negros hablan con alguien. Uno parece encantado, el otro sospecha. Su interlocutor es el Presidente Lincoln (Daniel Day-Lewis, que debe haber haberse tragado el espíritu de Abe). En algún momento de la conversación, el segundo soldado pregunta en voz alta lo que todos los hombres de raza negra de ese momento se preguntan: ¿Y después de esta guerra, qué sigue? ¿Emancipación pronta? ¿Oficiales negros en el ejército? El voto, la igualdad de derechos, ¿cuándo? ¿En 100 años?

La misma preocupación ensombrece a Lincoln. La guerra parece ya ganada, el Sur se ha agotado, ¿pero, qué sigue? La estrategia dicta que ha llegado la hora de votar la XIII enmienda constitucional, la que volverá ilegal la esclavitud en todo el país. Es necesario votarla ahora, que sea letra de la Constitución una vez que la guerra haya terminado y los estados sureños vuelvan a la Unión.

El cuerpo de la cinta se desarrolla alrededor de las tortuosas negociaciones necesarias para obtener el número necesario de votos en la Casa de Representantes.

Soy el Presidente de los Estados Unidos, revestido de un poder colosal, ¡consíganme esos votos! , le grita Lincoln a su gabinete cuando se cansa de la excusas. Así, entran en juego tres cabilderos (ya existían desde entonces) cuya labor es la de convencer de maneras no siempre limpias a representantes indecisos.

Lincoln está llena de personajes inolvidables. El mejor es Thaddeus Stephens, interpretado por Tommy Lee Jones, un abolicionista radical de lengua afiladísima. Stephens tiene que aprender el juego de la política, pero su radicalismo sirve para recordarle a todos (la audiencia incluida) la moral de la lucha que se está sosteniendo.

Al final, la historia confirmó los deseos de Abraham Lincoln: el experimento americano de la democracia, imperfecto y volátil, sobrevivió. Y goza todavía de buena salud.

concepcion.moreno@eleconomista.mx

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