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Arte e Ideas

Lectura 4:00 min

Salve, Alan Turing

Así es como se hace una épica biográfica.

En un parque de Manchester hay una estatua de Alan Turing. La estatua lo retrata sentado en una banca, sonriente, con una manzana en una mano. En la banca hay espacio para que se siente una persona más y pueda sentirse amigo de Turing. Es uno de los pocos reconocimientos que hay a sus logros.

A Alan Turing le debemos mucho. En este momento escribo en una máquina que existe gracias a él. Como dice la placa de su monumento, Turing es ni más ni menos el padre de las computadoras, un matemático brillante y, como también se lee en la placa, una víctima de la intolerancia.

Turing era homosexual. Se suicidó en 1954, después de pasar unos años sometido a una terapia hormonal para curarlo . Verán, en Inglaterra la homosexualidad estuvo proscrita hasta bien entrado el siglo XX. Turing fue víctima de ese sinsentido.

Turing debería ser nuestro héroe, nuestro Isaac Newton posmoderno. Poco a poco se la he hecho justicia. Hace poco la corona inglesa le extendió el perdón al cargo de indecencia bajo el que vivió.

Ha llegado la hora de que Alan Turing se convierta en una estrella. Y lo es gracias a una película.

Qué cinta tan buena es El código Enigma (The Imitation Game, su título original, es más evocativo. Más adelante me explico), de Morten Tyldum. El protagonista es Alan Turing en su momento clave: la Segunda Guerra Mundial.

Turing (Benedict Cumberbatch, el actor favorito de la era de Internet, en una actuación nominada al Óscar) es un joven matemático, quizá el matemático más brillante del mundo, como él mismo anuncia sin pudor. Sus talentos son necesarios en el esfuerzo bélico y es reclutado por la inteligencia británica. Su misión: destruir el código indestructible de las fuerzas armadas nazis, el código Enigma.

Turing, aficionado a los crucigramas y los acertijos, forma parte de un equipo que, lápiz y papel en mano, tratan de resolver los mensajes secretos de los nazis. Como cabe esperarse, fracasan cada vez.

Hasta que Turing tiene una idea brillante: construir una máquina que puede realizar el trabajo de miles de decodificadores en un instante. La idea genial, como suele ser, suena a locura. Y no ayuda el hecho de que Turing es odiado por sus compañeros. El asunto es que Turing es raro, un tipo con mucha dificultad para relacionarse. Sus superiores tampoco lo soportan.

(Ese retrato semiautista de Turing es uno de los puntos controversiales de la película. Según otros retratos del personaje, por ejemplo el que hace escritor Neal Stephenson en la novela Criptonomicón, Turing tenía un personalidad magnética, con gran sentido del humor. Un tipo peculiar, sí, pero en ningún modo antisocial).

Turing consigue construir su máquina (el propio Churchill le consigue la autorización y los fondos), una de las primeras computadoras de la historia. La máquina se llama Christopher y la razón es desgarradora. No la revelaré aquí, vale la pena descubrirlo en la cinta.

Aunque puede sonar aburrido todo el asunto de ver una computadora arcaica funcionando, el guión y el trabajo de dirección son geniales. Uno entiende que millones de vidas dependen de ese armatoste y que algo definitivamente vital está en juego. Y Turing está en el centro del drama: el hombre brillante que puede ver más allá que los demás. Así es se hace una épica biográfica.

La siempre efectiva Kiera Knightley aparece como Joan, la mejor amiga de Turing, la única que tiene acceso al espacio más íntimo del genio.

El Turing de la cinta es alguien que es extraño, inclusive para sí mismo. ¿Es una persona, o es más parecido a una máquina? El título original de la película habla de un juego de imitación ; se refiere a un ejercicio de preguntas y respuestas con el que se puede distinguir a una computadora de una persona. Turing vive en una especie de imitación de la vida, obligado a vivir en el clóset y después sometido al despreciable tratamiento hormonal y la soledad que lo orillaron al suicidio.

Es hora de que el mundo saque del armario a Alan Turing y que goce la memoria brillante que se merece.

concepcion.moreno@eleconomista.mx

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