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Arte e Ideas

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Sam

Lo que nos legó el gran Shepard no se limita al cine. Era enorme con las letras.

Lo he escrito en otras ocasiones y lo reitero: para mí la gran literatura del siglo XX es la estadounidense, así como en el XIX lo fueron la francesa y la rusa.

La semana pasada murió uno de los responsables de ese palmarés. Sam Shepard (1943-2017) es, ya, inmortal, lo era aun antes de morir, lo es más ahora que se va en toda su gloria.

No soy la más versada en asuntos teatrales, pero su obra Buried child (la cual nunca he visto puesta, la leí en una muy buena selección de teatro norteamericano que Conaculta publicara hace algunos años) me abrió los ojos a todas las posibilidades de la palabra escrita transformada en un texto que debe decirse. La leí en voz alta: qué delicia inquietante.

Todos los personajes de Shepard tienen conflictos internos que dejan en la orilla del camino a los de Arthur Miller, por ejemplo.

Pero no hablaré de teatro, que otros más conocedores que yo ya lo han hecho. Hablemos de su narrativa.

En las notas que han salido sobre la muerte de Shepard se mencionan poco sus cuentos, fragmentos de vida diaria convertidos en koans zen. Todavía recuerdo muy bien la primera vez que leí Crónicas de motel (Anagrama), que es una serie de escenas, de cuentos sin acabar. Sin acabar es un decir porque en realidad se nota que dejar en vilo al lector es la intención de Shepard.

El primer relato de Crónicas... me hace llorar. Una mujer y su pequeño hijo cruzan Estados Unidos en auto. ¿Huyen? ¿Se mudan? A mí me gusta pensar que están huyendo de un padre abusivo o de un crimen por el que buscan a la mujer. En algún momento se detienen junto a la carretera y resulta que es un pequeño espacio de juegos para niños en el que hay dinosaurios hechos de cemento. Y ahí se acaba el relato. La mujer, su hijo y los dinosaurios de carretera.

Contado así pierde mucho chiste, mejor vayan y consigan el libro. Lo que digo es que Shepard lograba capturar momentos de gran humanidad y melancolía en escenas del día a día. Muchos de sus esbozos de cuento son viajes en carretera. A Shepard le gustaba manejar y mientras manejaba se le ocurrían genialidades. Una de ellas era tomar esas postales de viaje y convertirlas en discursos existencialistas.

No hay nada árido en los cuentos de Sam Shepard. Hay, sí, algo de romanticismo el romanticismo del viaje y de la soledad y mucho de su propia vida. Hay un par en los que narra visitas a su padre, un hombre que vive completamente aislado en un remolque, quien lleva corte de cepillo y fuma cigarros forjados por él mismo y que guarda en latas de café.

Por supuesto, y eso lo han leído en cualquier obituario del gran Shepard, tenía debilidad por los vaqueros, casi tanto como la que tuvo por Jessica Lange, la actriz que fue su pareja de años. Esos hombretones, los vaqueros, pueblan la imaginación de Shepard como cristalizaciones de la hombría, la soledad y hasta la locura.

En una nota personal, debo contar que la prosa de Sam Shepard me acompañó en un momento complicado de mi adolescencia y adultez temprana. Para ser más concreta, Shepard voló conmigo a unas vacaciones. Le tengo pánico a los aviones, pero con Cruzando el paraíso (Anagrama) entre manos no hubo turbulencia que me hiciera vomitar.

Cruzando el paraíso debe ser uno de los mejores libros de cuento publicados en los últimos 30 años, cada historia una belleza. Bueno, Sam Shepard cruzó el horizonte conmigo y le estaré siempre agradecida. Ahora cada vez que vuelo lo llevo en la mochila como una presencia espiritual que me salva una y otra vez.

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