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Stranger Things lleva su nostalgia por los ochenta hasta un monstruo en el centro comercial

La tercera temporada de la aclamada serie de Netflix sigue evocando con nostalgia la cultura pop de los años ochenta.

Foto EE: Archivo

Foto EE: Archivo

La tercera entrega de Stranger Things es demasiado larga, está repleta de giros y saca mi lado freudiano. Me es imposible no concebirla como una metáfora sobre regresar al vientre materno. Las imágenes vaginales abundan, ya que en esta ocasión el monstruo proviene de un túnel sellado que lleva a otra dimensión. Cuando se enoja o está a punto de devorar a una de sus víctimas, el monstruo agita sus múltiples orificios, aún así, la artistta Georgia O’Keeffe le pediría que se mantuviera quieto mientras lo pinta.

La exitosa serie de Netflix está muy bien conceptualizada e inteligentemente asumida por los gemelos Duffer (Matt y Ross), quienes nacieron en 1984 y darían cualquier cosa, aparentemente, para volver a aquella época. Los creadores de la serie han dicho que en su infancia estaban obsesionados con los viejos videocasettes VHS de las películas de los ochenta, desde las buenas, las malas hasta los churros palomeros.

Stranger Things es una nostálgica reminiscencia y a un homenaje a referencias como John Carpenter, Steven Spielberg, Stephen King, Freddy Krueger, Rambo, Terminator, Aliens, las maquinitas, la ansidedad de la época... y mucho drama adolescente. Lo más difícil es lograr que te entretenga en su totalidad. Stranger Things sigue siendo un programa que principalmente presume sus atributos.

En medio de una nueva ola de nostalgia por los ochenta (mientras nos preparamos para American Horror Story: 1984 en televisión y Wonder Woman 1984 que llegará a los cines el verano próximo), los hermanos Duffer se llevan el premio. Hasta las bolsas de Tostitos y las latas de New Coke son del periodo. En una escena sus creadores no se aguantan las ganas de llevar a algunos de sus personajes a una proyección llena de Volver al Futuro, creando un choque genial entre el presente y el pasado.

¿Cuál es la recompensa? ¿La regresión permanente? ¿La reconexión umbilical? ¿Una dotación de por vida del cereal de Mr. T? Es casi desgarrador ver a los hermanos Duffer trabajar tan duro en recrear aquella vibra efímera, que ya habían logrado, y en esta ocasión se demuestra con la construcción del Starcourt Mall, un reluciente centro comercial situado en el ficticio Hawkins, Indiana.

En sus locaciones de fondo, ningún detalle ha sido ignorado. Starcourt es un triunfo del diseño de producción, desde el expendio de Orange Julius, el cine, hasta la tienda de discos Sam Goody, las librerías Waldenbooks y el mundo dominado por la mezclilla de The Gap. Aquí los niños y niñas de Stranger Things se enfrentan al drama adolescente durante el verano de 1985, aparentemente ya recuperados de las batallas previas contra el temible Demogorgon de la primera temprada y el Mind Flayer de la segunda temporada.

Mike (Finn Wolfhard), el líder del grupo de los nerds, y la poderosa y telequinética Eleven (Millie Bobbie Brown) ahora son una pareja, que se besuquean en secreto mientras que su figura paterna adoptiva, el jefe de la policía de Hawkins, Jim Hopper, se desvive de la preocupación en su sillón reclinable. Lucas (Caleb McLaughlin) y Max (Sadie Sink) siguen siendo también una pareja. Dustin (Gaten Matarazzo) regresa de un campamento de verano espacial tan enamorado de una chica que decide construir una antena de transmisión muy poderosa para comunicarse con ella en su propia frecuencia.

En vez de lograr contacto con ella, Dustin intercepta una serie de comunicaciones codificadas, que lleva uno de los varios puntos de la trama que Netflix prohibió a los criticos describir en sus reseñas, con la condición de permitirnos ver los ocho episodios por adelantado. Entiendo la preocupación. Además de la nostalgia, la trama es realmente todo lo que Stranger Things tiene para ofrecer, y esta vez ofrece demasiado. Basta con decir que hay una conspiración, un monstruo pegajoso y muchos gritos y persecuciones.

Parte del problema es que los hermanos Duffer siguen rindiendo homenaje a películas palomeras que no duraban más de dos horas en el cine y se pasaban menos tiempo en la mente de los espectadores. En su lugar Stranger Things se pasa horas dejando que las cosas se vayan desenrollando lentamente, algunos episodios duran más de una hora. Incluso con tantas tangentes, el material no resulta digno.

Bien, ¿entonces mejor usemos ese tiempo extra para desarrollar los personajes? Eso también es una lucha continua en Stranger Things. A estas alturas, hay por lo menos media docena de personajes que nos deben importar y un monstruo cuyas motivaciones y metodología (piensa en La Invasion de los Cuerpos Vivientes) son difíciles de comprender. Retomando parte de la misma secuelitis que atormentó a esas adoradas viejas películas, Stranger Things opta por dividir a sus personajes en grupos, separándolos durante varios episodios.

La tercera temporada de la serie de Netflix se estrenó el 4 de julio. Foto: Cortesía Netflix

La tercera temporada de la serie de Netflix se estrenó el 4 de julio. Foto: Cortesía Netflix

Esto tiene la ventaja de crear oportunidades para la autenticidad más que el homenaje. En algún punto, Will (Noah Schnapp), el chico que pasó gran parte de la primera temporada atrapado en el interdimensional Upside Down y a duras penas figura en la tercera temporada, se da cuenta de que sus amigos están más interesados en las chicas y en pasear por el centro comercial. Will confronta a Mike sobre estos sentimientos de alienación.

—Ya no somos niños —le grita Mike, luego de que una desangelada sesión de Calabozos y Dragones se desmorona.

—¿Qué pensaste realmente? ¿Que nunca íbamos a tener novias? ¿Que nos la íbamos a pasar sentados en mi sótano a jugar juegos por el resto de nuestras vidas?

—Sí, supongo que sí —responde Will.

Es un momento en el que tanto la escritura como la intención de Stranger Things (por no decir nada de la actuación y la ejecución) logran trascender lo kitsch de todo este asunto. Desafortunadamente, no es algo que la serie pueda sostener.

Gran parte de la emoción en la serie gira hacia lo exagerado o lo meloso, aunque Winona Ryder, quien interpreta a Joyce, la nerviosa madre de Will, finalmente decide entregar por completo su formidable talento al papel. Su esfuerzo se ve recompensado con una larga subtrama que la coloca a ella y al jefe de la policía Hopper en una loca e incluso romántica dirección, convirtiéndose fácilmente en uno de los mejores momentos de la temporada.

Hay otros destellos de esperanza: Joe Keery brilla como Steve, el otrora estereotipado deportista ochentero, y ahora es rehabilitado como un heroico empleado de la heladería del Starcourt Mall, con su hábil colega Robin (Maya Hawke). A medida que los extraños personajes de la serie comienzan a perderse en el fondo, ellos roban lo que queda, junto con Matarazzo —quien siempre ha comprendido intuitivamente el delicado equilibrio de Stranger Things entre lo cómico y la seriedad— y con la satisfactoria y precoz aparición de Priah Ferguson como Erica, la ingeniosa hermana de Lucas.

El ritmo lento de esta temporada puede ser desalentador para darse un atracón televisivo, y hay amplia evidencia de que los hermanos Duffer se están quedando sin grandes ideas, a menudo utilizando la violencia para compensar su falta de imaginación. La nostalgia sigue siendo una poderosa droga que satisface un impulso primordial, y en ese tenor Stranger Things sabe que tiene mucha tela de donde cortar.

Hank Steuver es crítico para televisión para The Washington Post. Traducción: Antonio Becerril.

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