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Arte e Ideas

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Ya son 34 años sin Ibargüengoitia

Irónico y mordaz, crítico, divertido y muy inteligente, Jorge se dedicó en vida a escribir sobre la historia de México

Aunque aquel año no parecía señalado, no era un número redondo y estaba casi a la mitad de todo. Era 1983. La ciudad de México vivía en una calma casi idílica, como si se tratase de un mundo raro. Las calles amanecían con sus madrugadores clásicos: panaderos-en bicicleta-, lecheros- sin tetrapak-, barrenderos -de escoba de varitas- y niños pidiendo aventón para llegar a clase de siete.

La urbe estaba llena de posibilidades: si la idea era hacer ejercicio, se podía correr en Chapultepec; para curar la cruda, un caldo de Indianillas; si era hambre, todavía una torta de Armando, o unas enchiladas de pavo de Los Guajolotes.

Vuelta era la revista cultural más vendida en quioscos y almacenes. Las librerías más importantes de la ciudad eran Gandhi, una sola del otro lado de Miguel Ángel de Quevedo, y El Parnaso, -en paz descanse- que estuvo justo en el centro de Coyoacán. Ambas, lugares de café, tabaco y reunión de estudiantes, intelectuales y ajedrecistas.

El dólar costaba 162 viejos pesos, Justo Sierra había sustituido a Sor Juana en el billete de dos mil, se acababa de inaugurar el teatro del Polyforum Cultural Siqueiros, a los pies del inútil Hotel de México, los negros y solemnes discos de tornamesa habían perdido diámetro y densidad para volverse compactos, y el primer teléfono celular, que pesaba casi un kilo, (sin contar los mil quinientos gramos de la pila en mochila) provocaba contracturas al usuario y un pasmo reverencial hacia quien lo traía colgado al hombro.

Todo lo bueno parecía juntarse en el mismo tiempo y en el mismo lugar: Juan Rulfo ganó el premio Príncipe de Asturias, Augusto Monterroso publicó La palabra mágica y Julio Cortázar Los autonautas de la cosmopista.

El mundo de la literatura era pura fiesta. El trauma del fuego en la Cineteca se había apagado y parecía que el año iba a terminar sin escollo ni drama. Pero no fue así. El 27 de noviembre de hace treinta y cuatro años un accidente aéreo acabó con la vida de Jorge Ibargüengoitia.

Escritor de múltiples registros y víctima de otros tantos calificativos que nunca le gustaron, Jorge Ibargüengoitia escribió teatro, novela, relato, artículo periodístico y cuento infantil, siempre con un estilo singular (irónico, mordaz, crítico, divertido, y muy inteligente) con el que trató varios temas.

Es uno de los autores mexicanos que más ha influido en los escritores nacidos a mediados del siglo XX y a la vez uno de los escritores menos estudiados de nuestra literatura.

Nacido en Guanajuato, su vida comenzó con una significativa coincidencia: Ibargüengoitia nació el mismo año en que murió Álvaro Obregón y las circunstancias del magnicidio del caudillo despertaron un vívido interés dramatúrgico en él y lo llevaron a escribir las circunstancias de su asesinato en El atentado, una obra de teatro que, entre otras cosas, marcó su abandono del teatro y de las clases con el maestro Usigli.

En la revista Vuelta habló sobre sí mismo y escribió: “Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo.

Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras. Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión 'lo que nosotros hubiéramos querido', decían, 'es que fueras ingeniero', más tarde se acostumbraron".

Además de haber cambiado el cálculo por las letras, renunciado a la ingeniería por la literatura y abandonado el teatro por la novela, siempre tuvo un peculiar interés por la historia de México. El Atentado, esencialmente una sátira sobre la muerte del caudillo Obregón, le abrió las puertas de la narrativa y fue el principio de sus gestas revolucionarias.

Después vendrían Los relámpagos de agosto, considerada como el reverso de la Novela de Revolución. En ella un ficticio general, José Guadalupe Arroyo, que siempre toma la decisión equivocada, debe vivir los sinsabores de la transición y la repartición del poder.

Con ella gano el premio de novela Casa de las Américas en 1964 y no por ello sino porque le había gustado mucho escribirla, el guanajuatense supo que por fin había encontrado su medio para desarrollarse como escritor.

Recordando la primera frase que le dijo Usigli por su primera obra de teatro, la que fue su examen, Ibargüengoitia justificaba su abandono del teatro por la narrativa diciendo que él tenía "facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con la gente del teatro". Y siguió escribiendo novelas con esa vertiente histórica. En Los pasos de López cambió de siglo y guerra: se encargó, sin segundas intenciones, de desmitificar la gesta heroica de la Independencia de México. La novela parte desde del encuentro casual entre el cura Periñón y el teniente Matías Chandón hasta el día en que el primero resuelve firmar su abjuración con el nombre de “López”. Y estaba hablando nada menos que de Miguel Hidalgo.

Con un humor implacable, paródico y anti solemne, Ibargüengoitia rescribió la historia. No en el sentido de la negación, ni traicionando la cronología de los hechos conocidos. Simplemente siguiendo sus propias convicciones: que la historia que nos han enseñado es francamente aburrida, poblada de figuras monolíticas que pasan la eternidad diciendo las mismas frases. Al respecto, un día dijo sabiamente Ibargüengoitia: “si la historia que se enseña es aburrida no es por culpa de los acontecimientos, que son variados e interesantes sino porque a los que la confeccionaron no les interesaba tanto presentar el pasado sino justificar el presente.” (Muchos generales, al envejecer, pensaba él, escribían sus memorias para demostrar que ellos eran los únicos que habían tenido razón.)

Ya sabía- y lo escribió en sus columnas- que no se puede contar la historia nacional a través de una enchilada, que confundimos a menudo lo grandioso con lo grandote, que Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad.

Después de haber ganado multitud de premios, haber escrito seis novelas –entre ellas Dos crímenes, una de las mejores novelas policiacas de Latinoamérica- Jorge conoció a su mujer la pintora Joy Laville y se fue un tiempo a París (Allío, contaba su esposa adquirió una disciplina inamovible escribiendo todas las mañanas en su estudio sentado frente a la ventana – que daba a un Colegio de Señoritas- y nada más se interrumpía para contemplar las damiselas a la hora de la salida.

A principios del último trimestre del 1983, "Jorge estaba trabajando en una novela que, tentativamente, iba a llamarse Isabel cantaba, cuando le llegó la invitación para el encuentro de escritores en Colombia. Camino a ese encuentro, ya se sabe, ocurrió el accidente. Jorge había dudado al principio: no quería interrumpir el trabajo de su libro. Sin embargo, cuando la hora de tomar una decisión llegó, él estaba en un momento de su novela en el que tenía que detenerse y comenzar de nuevo. Eso era normal ya que así trabajaba él, deteniéndose de vez en cuando y comenzando todo otra vez".

A las ocho de la mañana del domingo 27 de noviembre de 1983, apenas descendiendo el vuelo 081 de Avianca, México-Bogotá, ya sabíamos que Jorge era ya uno de nuestros muertos. Una frase, además de todas las que se pueden citar sobre su vida, su habla y su obra, se recordó aquel día y hoy también nos sirve de memoria: “La verdad es que mientras más enojado estoy con este país y más lejos viajo, más mexicano me siento”.

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