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Opinión

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Al paso del tren

“Como los trenes, las buenas ideas llegan siempre con retraso”, dice Giovanni Guarescí en una de sus novelas. “Detened ese tren agonizante que nunca acaba de cruzar la noche”, escribió Miguel Hernández, el poeta. “El único modo de estar seguro de coger un tren es perder el anterior”, anotó el inglés Gilbert Keith Chesterton y el francés Gustave Flaubert solía decir: “si yo hubiera inventado el ferrocarril no habría consentido que nadie montara en él sin mi permiso”.

Queda muy claro que es difícil resistirse a utilizar al tren como figura. No nada más literariamente hablando, también en ámbitos diversos que van desde el proverbio hasta la predicción pasando por la arquitectura y la política. Poco hay que explicar cuando decimos que ya se nos fue el tren o que más vale aprovechar el último y así recuperar todo lo perdido, que subirse a él equivale a una feliz oportunidad o -cuando el pesimismo aprieta- que esa luz que vemos al final del túnel no es más que el tren que viene en sentido contrario.Todo depende, lector querido. Sin embargo, no hay momento como el de hoy, para pena emprender una lectura recorriendo la ruta de nuestra historia ferroviaria.

Se cuenta que la aparición de los trenes en México comenzó en 1837 cuando el presidente Anastasio Bustamante le otorgó al exministro de Hacienda Francisco Arriaga, la construcción de la primera línea ferroviaria que pretendía enlazar el puerto de Veracruz a la capital de México a un costo estimado de 6,500,000 pesos. Muy buena idea, insuperables intenciones, pero bitácora fallida.

No fue sino hasta el 16 de septiembre de 1850 cuando por fin se inauguraron los primeros 13 kilómetros desde el puerto jarocho hasta la población de El Molino, Veracruz y siete años más, para que, en julio de 1857, comenzara operaciones el ferrocarril de México a la Villa de Guadalupe.

Los tiempos fueron corriendo, las máquinas avanzando y el 16 de septiembre de 1869, Benito Juárez inauguró el ramal a Puebla y la estación del mismo nombre. Un año después de la muerte del Benemérito, en 1873, los trenes de nuestro país completaron 570 kilómetros de vías, mientras los Estados Unidos ya contaban con poco más de 70 mil y habían terminado el ferrocarril interoceánico entre sus costas del Este y el Oeste, puesto en operación el 10 de mayo de 1869. Por supuesto que la comparación no nos gustó nada, y decidimos trabajar con ahínco en mejorar aquel símbolo de modernización y progreso. Fue así como, durante el Porfiriato, la red ferroviaria nacional creció hasta cerca de 25 mil kilómetros, sin detenerse hasta que llegó la Revolución Mexicana y los trenes fueron utilizados por ambos bandos con fines militares, lo que provocó un gran deterioro en su funcionamiento.

Muchos años habrían de pasar hasta que llegara otro gran cambio y el progreso ferroviario cambiara del norte al sur como está ocurriendo ahora. Es cierto que no es la primera vez que se pensó en la conveniencia de una obra ferroviaria para la zona maya. Desde finales de siglo XIX, con el crecimiento acelerado de la industria del henequén, el tren se convirtió en un emblema de la riqueza de la península de Yucatán ya que, con el crecimiento acelerado de la industria de aquella planta llamada “oro verde”, en el momento de su esplendor, la existencia de un tren fue fundamental.  Aquel viejo tren enlazaba las haciendas productoras de henequén con el puerto de Sisal y desde ahí, la producción era enviada a los puertos industriales de Norteamérica y Europa para la manufactura de cuerdas, sogas, sacos, hilos, tapetes y hamacas.

Sin embargo, aquella bonanza no duró mucho: la gran actividad eliminó buena parte del manto forestal del estado y la introducción de los materiales plásticos en la manufactura de cuerdas a mediados del siglo XX, terminaron con la industria henequenera. Con ella, la red ferroviaria que comunicaba a la península empezó a caer en desuso y al final terminó en el abandono. Aquellas vías que se habían construido en 1875 tendrían una vida corta.

Otros proyectos ferroviarios fueron y vinieron: la corporación paraestatal, Ferrocarriles Nacionales de México (FNM) y más adelante el Ferrocarril Chiapas -Mayab y del Istmo de Tehuantepec, en el que el sureste recuperó, también por corto tiempo, la infraestructura ferroviaria para integrarse al mercado nacional y a cadenas de producción con otros estados de la República. Sin embargo, otra vez duró muy poco y sobrevino el abandono. En el año 2005 cesaron las operaciones a causa del daño efectuado por el Huracán Stan, que destruyó más de 70 puentes y tramos de la vía, y su operador renunció a la concesión hasta que cayó en desuso.

El plan de los anteriores regímenes para reconectar a los estados del sureste con un Tren Transpeninsular entre Mérida, Yucatán y Punta Venado, Quintana Roo, fue cancelado y el Mayab permaneció selvático y sereno, pero sin trenes.

Hoy ya no es así: nuevas máquinas corren sobre nuevos rieles. Los poblados tienen nombre de estación y viceversa, se avizoran recuerdos del porvenir y Juan José Arreola, escribiendo “busqué trenes y encontré pasajeros”, se nos aparece todo el tiempo.

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