Berlín, futbol y el Museo Judío

Berlín. Entonces, cuando había vivido diez años del nuevo siglo y había visto la India, una parte de América y África, comencé a mirar a nuestra Europa con una alegría nueva, más sabia. Nunca he amado tanto a nuestro nuevo mundo como en estos últimos diez años antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he tenido tanta esperanza en la unidad de Europa, ni creído tanto en su futuro, como en ese tiempo en que creíamos vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad se trataba del resplandor del fuego del incendio mundial que se aproximaba.

Lo escribió Stefan Zweig, pensador austriaco que no logró atemperar su estado de ánimo frente al Holocausto y eligió el camino del suicidio en Petrópolis, Estado de Río de Janeiro, Brasil, en 1942.

Alemania está cambiando mucho. 

La fiesta del futbol permite dejar los temas de la agenda real para otro momento: alegres escoceses suben a los trenes cargados con cervezas como si tuvieran que viajar por una semana; entusiasmados polacos que no cambian de humor pese a haber sido derrotados por los austriacos; orgullosos alemanes que llenan restaurantes y bares de Berlín convirtiendo sus terrazas en especies de palcos gigantescos. 

El futbol sigue siendo el rey del poder suave; la otra diplomacia.

Alemania sufre algunos cambios y no me refiero solo a la creciente impuntualidad de sus trenes sino por su entorno que ha permitido el ascenso de la ultraderecha en las recientes elecciones europarlamentarias. 

Es Alemania, pero también Francia y el gravísimo error de Macron de llamar a elecciones parlamentarias acabando con su mayoría a través de alianzas. Es Suecia y Países Bajos. Comienza a existir una tendencia sobre gobiernos de extrema derecha que se van asentando poco a poco hasta lograr cooptar a la derecha moderada.

Dos semanas atrás lo vimos en Francia con el líder del partido de Sarkozy, Los Republicanos, pidiendo al partido de Le Pen una alianza para las elecciones del próximo domingo. También en España, con Isabel Díaz Ayuso (PP, Madrid) leyendo discursos que podrían ser de Santiago Abascal (Vox). O qué decir de Ursula von der Leyen, coqueteando con Giorgia Meloni por sus posturas en contra de Rusia.

También es Israel.

Es tiempo para visitar el Museo Judío de Berlín. 

Se trata de una joya de la arquitectura que combina símbolos con emociones. Es un museo, claro, pero también es un parque temático, en el mejor sentido de las palabras. No es fácil lograr lo que hizo el arquitecto Daniel Libeskind: la perfección de la arquitectura a través de la estética.

Uno de sus espacios más emotivos es el Jardín del Exilio: una zona compuesta por 49 bloques de hormigón con un estilo parecido al del Monumento a las víctimas del Holocausto ubicado también en Berlín a lado de la Puerta de Brandenburgo. Al caminar por uno de sus pasillos uno es atrapado por la sensación de una próxima caída. Así es el mundo de los asilados, probablemente.

Otro elemento estético es la Torre del Holocausto, una especie de chimenea que al ingresar a ella la oscuridad invita al desasosiego.

Sería importante que el primer ministro Benjamin Netanyahu visitara el museo. También los miembros de su gabinete. Es necesario que reflexionen lo que están haciendo en la Franja de Gaza.

Alemania, por su parte, tendría que dejar a un lado el sentimiento de una culpa perpetua por lo ocurrido en el Holocausto. No se trata de olvidar, por fortuna lugares como el Museo Judío tienen también la función de valorar y resguardar la memoria. Son nuevas generaciones de alemanes que nada tienen que ver con la Segunda Guerra Mundial

Stefan Zweig nos recuerda que todo puede acabar en ruinas. También la democracia.

@faustopretelin