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Competencia
La competencia, tanto en los mercados internos como en las transacciones internacionales a través del comercio exterior, ha sido desde el siglo XVIII uno de los principales postulados del pensamiento económico liberal. Esta bandera también debería ser parte de la agenda de los políticos de una “izquierda progresista”, si es que estos existieran.
En un mercado cualquiera, sean estos de bienes, servicios o factores de la producción, interactúan dos tipos de agentes económicos: oferentes y demandantes. Los primeros, poseedores de capital productivo, sea físico o humano, tratarán de maximizar el rendimiento sobre éste y querrán vender el bien o servicio que produzca al mayor precio posible. Los demandantes, por su parte, con un ingreso limitado y, por lo mismo, escaso, tratarán de adquirir los bienes que consumen al menor precio posible. Es esta interacción entre todos los oferentes de un mismo bien y todos los demandantes que se determina la cantidad que se intercambia y el precio al cual se lleva a cabo ese intercambio.
Más aún, cuando hay bajas barreras de entrada y salida de los mercados por lo que hay libre concurrencia y en consecuencia éstos operan en un contexto de competencia, todas las transacciones son enteramente voluntarias, por lo que se maximiza simultáneamente el bienestar de los oferentes y el de los demandantes y ninguno de ellos puede aumentar su bienestar sin que se reduzca el de la contraparte. Así, un mercado en competencia es el arreglo institucional más eficiente que existe.
Por el contrario, cuando un mercado está dominado por un monopolio sea privado o una empresa gubernamental, o un pequeño grupo de oferentes se coluden para en conjunto ejercer una práctica monopólica, tienen el poder de extraerle rentas a los demandantes cobrando un precio más elevado que el que hubiese regido en un mercado en competencia además de restringir la cantidad ofrecida por debajo del monto que se hubiese intercambiado en competencia. Además, dado que el monopolista enfrenta un mercado cautivo, la calidad del bien o servicio será menor que si hubiese varias empresas compitiendo por el favor de los demandantes; este hecho se agrava si además se trata de un monopolio gubernamental. La existencia de monopolios reduce el poder adquisitivo del ingreso familiar, merma el bienestar de los consumidores y genera un costo neto para la sociedad.
Adicionalmente, aunque es cierto que todos los consumidores pierden cuando se ven obligados a pagar el mayor precio cobrado por el monopolista, los que más se ven afectados relativamente son las familias de menores ingresos y, más aún todavía, las más pobres que viven en las regiones más pobres del país. Una política pública que tienda a favorecer la existencia de prácticas monopólicas es una política regresiva que genera mayor pobreza y una distribución más inequitativa del ingreso y de la riqueza.
Un argumento similar aplica al comercio internacional. Cuando se sigue una política de libre comercio, los grandes ganadores son los consumidores quienes enfrentan menores precios, así como una mayor calidad de los bienes, sean estos ofrecidos por productores nacionales o extranjeros. Por el contrario, una política de comercio exterior proteccionista aísla los productores nacionales de la competencia y les otorga un mercado interno cautivo, lo que les permite ejercer prácticas monopólicas, extraer rentas a los consumidores y generar mayores utilidades que las que hubiesen obtenido sin la protección, todo a costa de los consumidores y con un elevado costo social.
Está por discutirse en el Congreso la iniciativa del presidente López, alérgico a la rendición de cuentas y los contrapesos institucionales, de eliminar el IFT y la Cofece y transferir sus funciones a las secretarías de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes y de Economía, respectivamente. El argumento de López de que “cuestan mucho y no generan ningún beneficio para el pueblo” carece de sustento, primero porque el presupuesto para ambos este año asciende a 1.72 miles de millones de pesos, sólo el 0.02% del presupuesto total del sector público y segundo, la prevalencia de competencia, la persecución y penalización de prácticas monopólicas, la eliminación de barreras regulatorias de entrada a diferentes mercados y la regulación asimétrica impuesta a empresas con poder de mercado ha generado significativas ganancias para los consumidores al enfrentar precios menores a los que hubiesen pagado de no haber hecho su labor ambos reguladores.
Eliminar ambos órganos autónomos, además de que no impacta significativamente en las finanzas públicas, presenta dos problemas significativos. El primero es que transferir sus funciones a las secretarías de Estado facilitaría la captura regulatoria por parte de empresas las cuales, a cambio de un soborno, obtendrían privilegios monopólicos. El segundo problema, todavía más importante, es que ello violaría el T-MEC, el Tratado de Asociación Transpacífico y el Tratado con la Unión Europea; los tres establecen la obligación de tener órganos reguladores en telecomunicaciones y en materia de competencia. Eliminar a los reguladores pondría en grave peligro al T-MEC cuando se revise en 2026, más aún si gana Trump y dificultaría la ratificación de tratado con la Unión Europea por parte del nuevo Parlamento Europeo.
¿Estaría Sheinbaum dispuesta a poner en peligro los tratados, particularmente el T-MEC, con lo que se dañaría irreparablemente la confianza, el Estado de derecho, a la economía nacional y a los 120 millones de consumidores mexicanos? Más aún, si ella es una política progresista de izquierda como asegura ser, no sólo debería oponerse a la desaparición del IFT y la Cofece sino que tendría que fortalecerlos y abrazar la bandera de que la competencia en los mercados debe ser parte integral de la política de combate a la pobreza y a la desigualdad.
X: @econoclasta