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Opinión

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Destruir los logros del pasado (III)

¿Qué diferencia hay si la destrucción proviene del totalitarismo o del sagrado nombre de la libertad y la democracia?”

Gandhi

En la segunda parte de este artículo comenté sobre algunas formas de pensamiento, que giran alrededor del concepto de destrucción. Expliqué brevemente la idea de “destrucción creativa” del economista Joseph Schumpeter, el concepto de la muerte en el hinduismo y el afán de “destruir por destruir” del Nihilismo y del Anarquismo. Describí la llamada “violación  de Lovaina” durante la Primera Guerra y la quema de libros en 1933 en Berlín y en Bosnia en la década 1990. Comenté la destrucción de la abadía de Montecassino y de la ciudad de Varsovia en 1944, así como lo cerca que estuvo la ciudad de París de ser completamente devastada. Concluí con un análisis de la tendencia auto-destructiva de Hitler en el último año de la Segunda Guerra Mundial.

En China, a principios de la década de 1960 inició el “Gran Salto Adelante”, un capricho que buscaba industrializar al país a través de la producción de acero en todos los rincones de la República Popular China. Por si fuera poco, el gobierno chino lanzó simultáneamente un intento de colectivización de la agricultura, donde se obligó a los campesinos a vivir en comunas y cumplir con cuotas de entrega al gobierno. El resultado de estos experimentos fallidos fue una severa hambruna, donde fallecieron decenas de millones de personas. A raíz de ese gran fracaso, el líder Chino Mao Tse Tung se retiró de la vida pública, pero en 1965 regresó al poder apoyado por la publicación del Libro Rojo. Esta recopilación de sus frases promulgaba “la creación de una nueva sociedad”, concepto que le permitió aprovechar y capitalizar el descontento de una buena parte de la población. En 1966, impulsado por su mujer Tiang Tsing, quien había acrecentado su poder en su ausencia, Mao inició la “Revolución Cultural”, que criticaba “las tendencias feudales incrustadas dentro de la cúpula del Partido Comunista”. En este movimiento, miles de jóvenes radicales, portando el Libro Rojo, arrasaron universidades y escuelas de todo el país, en búsqueda de los representantes del antiguo orden. Los llamados “guardias rojos” saquearon una tercera parte de las casas de Pekín y se lanzaron contra la Ciudad Prohibida, donde destrozaron cientos de monumentos. En todo el país se quemaron libros, se destruyeron ciudades y templos y se profanaron tumbas. El máximo nivel de destrucción se alcanzó cuando los guardias rojos asaltaron el sepulcro de Confucio en la provincia de Shandong, monumento con más de dos mil quinientos años de antigüedad y lo destruyeron a mazazos. El mandato era destruir el pasado. Como comenta Rafael Pérez Gay en su libro El príncipe y sus guerrilleros: “Mao había propuesto que todas las antologías de prosa y poesía publicadas desde la dinastía Tang y Song, deberían ser quemadas, por la sencilla razón de que el pasado oprime y de que la esencia de la revolución consistía en sustituir lo viejo por lo nuevo”. El retroceso provocado en China fue mayúsculo, pero Mao estaba obsesionado en repetir sus días de gloria. La “Revolución Cultural” le dio la posibilidad de eliminar a sus oponentes y regresar fortalecido como líder absoluto, aunque en el proceso se destruyera gran parte del bagaje cultural de una civilización milenaria. 

Siguiendo al pie de la letra los preceptos de Mao, en Camboya el dictador Pol Pot y sus Jemeres Rojos se enfrascaron, en la década de 1970, en la colectivización de la agricultura. Buscaron, además, la eliminación del dinero como medio de pago, la militarización de la sociedad civil y la eliminación de la oposición. Los jóvenes radicales del Jemer Rojo incendiaron la Biblioteca Nacional, destruyendo con ello la escasa información histórica de la cultura de su país. Además de lanzarse a una guerra imposible de ganar contra Vietnam, sus políticas desencadenaron una guerra de destrucción contra su propio pueblo. Pol Pot se ensañó contra la burguesía de los centros urbanos que se oponía a sus medidas sin sentido, dejando en ruinas a su propia capital, Phnom Penh, que pasó de contar con casi un millón de habitantes en 1974 a solo 10 mil habitantes cuatro años después. 

En Perú, el movimiento Sendero Luminoso buscaba reivindicar el espíritu de la resistencia indígena. Su líder, Abimael Guzmán, había pasado una temporada en China en el año 1965 (unos meses antes de la Revolución Cultural) y regresó a Perú para conformar ese movimiento de corte maoísta. De mayo de 1980 a diciembre de 1991, Sendero Luminoso llevó a cabo 350 acciones armadas, asesinando en diez años a 45 mil personas. Abimael Guzmán consideraba que desde el fracaso de la Revolución Cultural en China, el Partido Comunista del Perú era el motor de la revolución mundial. Su afán de destrucción provocó el pánico entre la población.

En el año 2001 el régimen Talibán en su lucha en Afganistán destruyó los Budas de Bamiyan, construidos en el siglo VI, que eran las estatuas de Buda de mayor tamaño en el mundo. El motivo de la destrucción de este patrimonio cultural se debió a que los combatientes talibanes consideraban inaceptable cualquier religión fuera del Islam. En el verano de 2015, el Estado Islámico ISIS, como parte de su lucha por controlar grandes zonas en Siria e Irak, inició la destrucción deliberada de la zona de Palmira (Tadmir), cuyas construcciones eran patrimonio cultural de la humanidad. Esta reprobable destrucción se convirtió en una estrategia de guerra que buscaba, por una parte, eliminar los vestigios de culturas diferentes al Islam y por otra, lograr la difusión masiva en los  medios de comunicación de sus acciones destructivas. 

Los eventos recientes ocurridos en Chile y en Colombia, donde multitudes irrumpieron e incendiaron instalaciones públicas y privadas, son un recordatorio de que si no se actúa en el combate a la pobreza y en la reducción de los grandes rezagos sociales, el descontento social puede tomar magnitudes inimaginables. En ese sentido, se entiende el objetivo de nuestro gobierno de buscar cambios drásticos en la manera de hacer las cosas. Sin embargo, cuando el afán de transformación trae consigo la destrucción de obras, leyes e instituciones sin ofrecer una alternativa mejor, es necesario revisar si la estrategia es la correcta.

En los últimos meses, observamos, no sin cierta envidia, como varios de los países que tradicionalmente producen petróleo han ido planeando hacia futuro e invirtiendo sus excedentes en proyectos de energías renovables. Mientras eso ocurre, en nuestro país, la anulación de la Reforma Energética, nos condena al uso de energías sumamente contaminantes como el carbón y el combustóleo. Por otra parte, la cancelación del Aeropuerto de Texcoco, va en contra de la lógica económica, tanto por el costo fiscal que representa su cancelación, como por el impacto que tendrá a mediano plazo en un país que depende en gran medida del comercio internacional, del turismo y de la inversión extranjera, para lo que un aeropuerto moderno y planeado por expertos internacionales es fundamental. En cuanto al tema de salud y bienestar, la centralización de la distribución de medicinas, el comentado uso de energías sucias y la desaparición de las guarderías infantiles han tenido o tendrán repercusiones graves.

La modificación continua de las reglas del juego en los últimos años ha provocado un deterioro de la confianza. Este hecho se ha reflejado en un estancamiento en la inversión privada, que apenas alcanza los niveles que tenía en el año 2010. Si bien en la industria exportadora, es de esperarse que las empresas inviertan en incrementar su capacidad de producción, esto no es suficiente para lograr un desarrollo equilibrado entre regiones, ni recuperar el ritmo que se podría lograr si se contara con certidumbre en cuanto al estado de derecho. Nuestro país debe recuperar su ritmo de crecimiento e inversión para poder avanzar en la eliminación de la pobreza. Para lograrlo, es necesario el respeto a las leyes y a las instituciones, darle prioridad a la educación y a la asignación eficiente de los recursos. Se requiere además, de un gobierno incluyente que piense en toda la población y en las generaciones futuras, así como de la voluntad de la sociedad en su conjunto para reconstruir los puentes que se han ido fracturando.

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