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Dineros, política y equidad
En las democracias del mundo hay preocupaciones diversas sobre uso e influencia del dinero en las elecciones, muchas ponen acento en la necesidad de evitar que recursos empleados en campañas políticas deriven en zonas de opacidad en cuanto a su origen y destino, que el apoyo financiero privado o incluso público implique intercambio de favores o compromisos indebidos que en lugar de relacionarse con cumplir ofertas de gobierno al electorado, tomen forma de promesas para retribuir con beneficios a quien aportó grandes capitales o literalmente invirtió en una candidatura.
La pertinencia de esquemas de financiamiento público preponderante para partidos y candidaturas no significa defender el exceso de recursos, sino reconocer que es imperativo contar con una base equitativa de oportunidades para competir de forma efectiva por el voto, en un entorno plural y con una considerable desigualdad entre franjas importantes de la sociedad.
En América Latina no sería nada sencillo propiciar ese terreno de competencia equitativo, si fuera cada partido o aspirante a cargos electivos en lo individual quienes debieran recaudar directamente todos los fondos para sus campañas. Sería un error apostar por un esquema con espacios de difusión o recorridos en tierra con cargo a cuentas sólo privadas, anclado principalmente al capital y pago como llave para pedir el voto y, en consecuencia, volviendo ese ingrediente una ventaja más que relevante para ganar terreno favorable sólo a candidaturas con más solvencia financiera.
De darse ese supuesto en nuestras sociedades, sencillamente la política sería una actividad de élites, condicionada a patrocinadores, empresas o grandes capitales, a la habilidad de recaudar fondos, convirtiendo al dinero en factor central y determinante el curso de comicios y eventualmente en ese peso final que incline la balanza.
No es el dinero un elemento de indeseable utilización en una contienda, pero sí uno que sin fronteras regulatorias bien definidas puede causar efectos perniciosos que erosionen el entorno democrático y opciones de participación para sectores sin acceso cuentas bancarias abultadas. No imagino hoy una competencia comicial medianamente equitativa sin colocar límites o topes de gasto, con fiscalización ausente, con todo sostenido por la capacidad de sumar donaciones en una carrera más parecida a la actividad de una Bolsa de valores que a la disputa por ganar la confianza y conectar con las expectativas de las y los votantes.
Los dineros en la política deben ser transparentes, discutirse con respecto a si son muchos o pocos en los presupuestos públicos partidistas (sin duda podrían ser mucho menores), pero sobre todo, en cuanto a los diques estratégicos que deben prevalecer durante elecciones para detectar, detener y castigar modalidades en las que se involucren recursos económicos ilegales de empresas o gobiernos, cuando incluso se pretenda comprar o coaccionar voluntades con apoyos en efectivo o especie de cara a las urnas.
Luego de los sismos de septiembre varios partidos decidieron renunciar a prerrogativas para ayudar a damnificados y ahí llegó o se intensificó un debate que debe completarse ¿en verdad deberíamos transitar a un modelo de privatización total de la política? ¿Deberían sólo financiarse partidos con las cuotas de su militancia o no? ¿Debe el dinero ser agente libre para las elecciones?
Me parece que hay muy buenas razones para concluir que la política y el dinero no pueden ser indiferentes a ningún marco regulatorio latinoamericano que aspire a mantener estabilidad democrática, rutas de participación efectivas para una pluralidad desigual.
*Consejero electoral del Instituto Nacional Electoral.