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El perdurable atractivo de las actuaciones en vivo
Si bien las presentaciones grabadas brindan algunos beneficios valiosos, la mayoría de las personas prefiere los eventos en vivo, ya que el público es parte de la producción y las dos partes intercambian energía y toda la gama de emociones humanas de una manera que sería imposible en cualquier otro entorno.
SALZBURGO. Mientras asimilaba la inmensidad de la octava sinfonía de Anton Bruckner durante el festival de Salzburgo –uno de los eventos más celebrados de la música clásica– de este año, volvía una y otra vez a la misma pregunta: ¿por qué la mayoría de la gente prefiere la música en vivo a las grabaciones?
Sentado en la primera fila de un palco justo frente a la orquesta, podía ver todo el escenario, pero ¿cuál era el beneficio de estar allí, frente a la opción de ver una interpretación grabada por expertos? Por supuesto, una versión grabada ofrece algunos beneficios valiosos, como primeros planos de las expresiones faciales del conductor, los dedos de los violinistas y los labios de quienes tocan los instrumentos de viento... e, indudablemente, sería más barata. Pero supongo que la mayoría de la gente –y me incluyo– prefiere asistir a los conciertos que verlos o escucharlos a distancia, algo que también ocurre en el caso de la música popular, el teatro y los eventos deportivos.
Para entender por qué, comencemos con uno de los teoremas económicos menos conocidos, el de los bienes de Baumol: el economista William J. Baumol observó que el costo real de las artes escénicas aumentaba, en vez de caer, con la mayor prosperidad económica (porque no es posible mecanizarlas). Aunque el costo de producir camisas se redujo de forma impresionante desde la Revolución Industrial, los humanos necesitan exactamente el mismo tiempo para tocar un cuarteto de cuerdas de Beethoven hoy que en 1800... y el tiempo, como señaló sagazmente Benjamin Franklin, es dinero.
Los economistas bien entrenados entienden que esta inflación de costos es una enfermedad que drena recursos de la economía productiva, fuente del crecimiento económico. El único remedio para evitar el estancamiento económico sería encontrar la manera de automatizar las artes escénicas; si los robots pudieran tocar la sinfonía de Bruckner, por ejemplo, el costo de los espectáculos –y con él, el de las entradas– se reduciría tremendamente.
Pero la gente acude en masa a los conciertos precisamente porque no están automatizados. Me di cuenta de esto en 2018, cuando asistí a una presentación en vivo de arias operísticas de María Callas, quien murió en 1977. Lo que vi fue un holograma; es cierto, su gestualidad y expresiones faciales estaban ingeniosamente representadas, y su voz verdadera, tomada de grabaciones, fue acompañada por una orquesta en vivo. Sin embargo, los aplausos, incluso para arias icónicas como la “Casta Diva”, de la Norma de Vincenzo Bellini, fueron escasos. Más allá de maravillarnos por la inventiva, poco había para ovacionar en esa reproducción carente de vida.
La letra de una canción muy conocida del musical Oliver, de Lionel Bart, captura la magia del teatro en vivo: “Considérate uno de nosotros”. En el mejor de los casos, la audiencia es un componente de la producción; ambas partes intercambian energía y toda la gama de las emociones humanas de un modo que sería imposible en una interpretación grabada, sin importar cuán ingeniosamente. Esa dinámica intangible estaría ausente si el tenor italiano Luciano Pavarotti cantara “Nessun Dorma” en un teatro vacío, o la estrella del tenis Roger Federer exhibiera sus exquisitos golpes en un estadio sin público.
La fusión de los artistas y la audiencia en una función en vivo revela la debilidad de la hipótesis atómica, según la cual el mundo está formado por unidades atómicas independientes y el todo es, entonces, igual a la suma de las partes. Es una mirada que sostiene a la economía convencional, en la que se entiende al equilibrio de mercado como la suma de las preferencias individuales independientes, al igual que la promesa de la ciencia, que supone que el conocimiento es acumulativo. La hipótesis atómica también contrasta con la idea de que todos estamos interconectados y que todos los resultados dependen de la manera en la que nos relacionamos.
Esta teoría orgánica de la sociedad fue expresada con una ecuación que debo al joven John Maynard Keynes, quien dijo: sea f(x) la bondad de x, y f(y) la bondad de y. Podemos suponer que la bondad conjunta de x e y es f(x) + f(y)... de hecho, es f(x+y); lo anterior sólo se cumple en algunos casos especiales, y las funciones en vivos no son, decididamente, uno de ellos. Ese es su atractivo perdurable.
Los explosivos acordes finales de la sinfonía de Bruckner interrumpieron mis reflexiones y me uní al atronador aplauso destinado al director Riccardo Muti y la filarmónica de Viena, en el momento en el que los artistas y la audiencia nos unimos en una efusión de amor y gratitud.
Por supuesto, esa energía que puede ser peligrosa; la amarga experiencia nos ha enseñado a desconfiar de los políticos que azuzan las pasiones de las multitudes y ansían adoración, y que los líderes deben mantenerse a distancia de las masas en beneficio de la política civilizada; pero es exactamente lo opuesto lo que la expresión más elevada de las artes escénicas requiere: una intimidad que sólo los humanos pueden ofrecer.
El autor
Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores británica, es profesor emérito de Economía Política de la Universidad de Warwick. Escribió una galardonada biografía sobre John Maynard Keynes, y The Machine Age: An Idea, a History, a Warning (La era de la máquina: una idea, una historia y una advertencia) [Allen Lane, 2023].
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