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Érase una vez Pinocho
Hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, había un niño al que no le gustaba ir a la escuela y prefería pasar las tardes vagando junto al río, buscando barcos en el horizonte y trepando puentes. Su padre era cocinero y su madre lavandera, y ambos trabajaban en casa de una marquesa. Como era el mayor de diez hermanos, y había muchas bocas que alimentar, todo el tiempo le decían que, para navegar sin naufragios por la vida, había que estudiar mucho y trabajar más. Y entonces, sin preguntar, por ser el más grande de los hijos, lo inscribieron en un colegio religioso, donde aseguraron que los clérigos escolapios se encargarían de educarlo. Rebelde y distraído, mucho más interesado en los vientos de beligerancia que soplaban entre los palacios viejos y las esculturas de los sabios de su ciudad, el niño inventaba cuentos y no hacía gramática ni aritmética. Se ponía a escribir lo que le venía en gana, preguntándose si algún día podría llegar a coronel o marinero, evadiendo castigos y sermones y diseñando estrategias para salir de ahí. Lo consiguió muy pronto y se puso feliz. Estaba seguro de que una emocionante vida de aventuras lo esperaba.
Sin embargo, cuando fue expulsado de la escuela, se encontró con que todo lo que había existido antes ya no estaba. De sus nueve hermanos, sólo quedaban cinco. El país combatía para juntar todas sus tierras, había mucha pobreza y descontento y para vivir, no había más que alistarse en el ejército o el empleo modesto de única biblioteca de su barrio.
La estrella azul que lo cuidaría del hambre y los males del mundo no existía y solamente tenía lápices y hojas sueltas. Entonces, arrepentido, escribió: “Desde aquel día me convencí de que molestando y siendo impertinente en la escuela se termina perdiendo la benevolencia del maestro y la simpatía de los compañeros y no tuve tiempo de hacerme un buen chico. No supe que, si respetaba a los demás, los demás también me hubieran respetado a mí; y cuando me fui, después de un mes de laudable conducta, me nombraron emperador de los romanos. Pero los romanos de mi escuela, en lugar de darme el título de majestad, siguieron llamándome con el mismísimo y modesto nombre de Collodi”.

Una época había terminado. El niño había dejado de ser niño, se llamaba Carlo, era el más fuerte y sano de la familia Lorenzini y había decidido participar como voluntario por el ejército toscano, para defender a Florencia, su ciudad, y lograr la independencia de Italia. Así lo hizo entre 1848 y 1860. Después, siempre escribiendo, fundaría los periódicos satíricos Il Lampione y “La Escaramuza” y su seudónimo, Carlo Collodi, por culpa de Pinocho, permanecería en la memoria del mundo para siempre y se convertiría en su verdadero nombre.
Después de trabajar en la prensa y como traductor de cuentos infantiles, Carlo Collodi, por encargo de su editor, comenzó a componer la historia de las peripecias de un muñeco tallado en madera que, sin estar totalmente terminado, escapaba de su casa y comenzaba a vagar por un mundo desconocido. El título original fue “Historia de una marioneta“ y fue publicada por entregas durante dos años, a partir del 7 de julio de 1881, en el periódico infantil Gioarnali per i Bambini. Para octubre de aquel año, Collodi había decidido que el gato y la zorra ahorcaran a Pinocho y ahí terminara la historia. Pero los lectores protestaron y el editor convenció a Collodi de mantener con vida a su personaje. Fue en febrero de 1882, cuando apareció una segunda parte que llevó el nombre de Las aventuras de Pinocho.
El éxito fue avasallador, los comentarios interminables, las interpretaciones variopintas y el influjo en los lectores definitivo. Pinocho fue descrito como un bribón, un pícaro, un ser angelical con algo de diabólico, pero también como un héroe trágico al estilo de Ulises o un ser que necesitaba completarse como el monstruo del doctor Frankenstein.
“Cuento filosófico”, según Ítalo Calvino, “voz del pueblo que no miente”, según Ortega y Gasset, “modelo de la humanidad”, según Benedetto Croce, la obra de Collodi produjo, desde su creación, múltiples comentarios y fue aceptada y rechazada por visiones y lecturas divergentes. El original se leyó en su momento y después muy poco. (Sólo le voy a contar, lector querido, que en la primera historia el Hada Azul no es tan buena, Gepetto no hace relojes y Pepe Grillo termina aplastado en la pared por un descuido de Pinocho).
Entre hojas de periódico, entregas semanales, historietas, ediciones corregidas, obras de teatro, series y películas, la leyenda de Pinocho, tras varias amenazas de naufragio, se centuplicó atravesando épocas, fronteras, géneros y formatos hasta convertirse en una obra maestra universal sin geografía y sin tiempo.
Carlo Collodi no llegó a ver los alcances de Pinocho, por haber fallecido en 1890. No supo que había escrito una de las obras literarias más conocidas del mundo, ampliamente reinterpretada con versiones tan disímbolas y multipremiadas como la que produjo Disney en 1940, ni la tan magnífica, sorprendente, cincelada con tanto cuidado y animada para el alma, que Guillermo del Toro nos ha puesto delante de los ojos más de cien años después.