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Imágenes para un cumpleaños
21 de marzo, día del Benemérito Benito Juárez.
Pocas figuras de la historia de México han sido tan significativas para el país como la de Benito Juárez. Su imagen está presente no sólo en las más de 8,000 escuelas, cientos de calles, docenas de colonias, teatros, hospitales y agrupaciones que llevan su nombre, también en la memoria colectiva de todos los mexicanos que celebran el 21 de marzo como fiesta nacional y creen en el respeto al derecho ajeno.
La memoria se inventa a sí misma todo el tiempo y cada giro del calendario ha reinventado al pastorcito, presidente y patricio oaxaqueño una y otra vez. Libros, pinturas, fotografías y dibujos nos han regalado estampas diversas de su imagen: artísticas, artesanales, austeras y grandiosas. Algunas patrióticas, otras patrioteras, pero todas. Todo ello por no hablar de las que ya ni miramos por su cara diseñada para la estación de metro, el retratito que llevamos en nuestra cartera —estampado en un billete de veinte— los testimonios, biografías, odas, lecciones de Historia, autobiografías y canciones que describen sus innumerables virtudes: sencillez en el vestir, frugalidad si de comida, palabra y bebida se trataba; camisa siempre blanquísima y cabello inamovible. Con una pulcritud tanto en las maneras como en el pensamiento. Todo ello aunado a la dureza que necesita la templanza y con un corazón templado a fuego, ese al que no conmovieron ni las lágrimas, ni la sangre, ni las explicaciones.
No es raro, pues, que don Benito sea un personaje perfecto. El protagonista de cuentos y novelas e incluso, héroe de la pantalla grande. A Juárez ya lo vimos en el cine: en aquella cinta hollywoodense de William Dieterle, donde Paul Muni era un muy mesurado Juárez y Bette Davis, una muy gestual Carlota, o en esa otra película del llamado Cine de Oro Mexicano, El joven Juárez, de Emilio Gómez Muriel, que protagonizaban María Elena Marqués y Domingo Soler, o hasta en la muy moderna cinta de Felipe Cazals, donde uno no pude creer que Jorge Martínez de Hoyos, bajo todo ese maquillaje, sea el actor que está interpretando a nuestro héroe nacional favorito. Sin embargo, siempre falta algo. Escenas que no hemos visto, y bien podrían formar parte de nuestra propia película. Alguna, por ejemplo, donde Juárez sea un héroe de acción vertiginoso, siempre rudo, pero razonable, donde siempre escapa de los malos y nunca llega a tarde a recibir la gloria. Algo que se viera así: en toda la pantalla la llanura seca. La carroza de Juárez, toda negra, toda austera, va levantado polvo y partiendo piedras, mientras huye del embate de las tropas francesas. En su corazón, amarrada, rescatada, lleva a la República como un tesoro. En su regazo, abierto, su escritorio de campaña se tambalea. Es una mesita, de dimensiones perfectas, compartimientos secretos, facilidad insuperable para ser transportado y testigo presencial de los comunicados, esquelas y órdenes militares que le sirve para ir escribiendo y firmando leyes en el camino. Sin mirar atrás, aunque los oye, don Benito sabe que los enemigos nunca le darán alcance. Su levita negra, por supuesto, está convenientemente abrochada. Afuera, el sol derrite los huizaches. La ciudad de Chihuahua se atisba en el horizonte. (Aquí podría aparecer en pantalla la palabra FIN).
Pero no sabemos qué opinaría el Benemérito. Juárez era un hombre sensible a las bellas letras, pero despreciaba profundamente la falsa elocuencia y la retórica vacía y hubiera sido el primer sorprendido de verse como protagonista en una cinta. Pero muchas obras se le han dedicado: un volumen de poemas por su primer siglo de inmortalidad, obras nacidas de la pluma de algunos de los más grandes poetas de la lengua como Carlos Pellicer, Pablo Neruda y Rubén Bonifaz Nuño, y libros como Juárez su obra y su tiempo, que le rescribió Justo Sierra.
Hoy es su cumpleaños, lector querido, y nada mejor como recomendarle un libro que escribió el propio Benito Juárez. Se llama Apuntes para mis hijos, y en él, para que no haya chisme o duda, cuenta su vida. Sin embargo, vale la pena terminar con un texto que le escribió de Ignacio Manuel Altamirano en 1865:
“Más fácil es que la Tierra se salga de su eje, que ese hombre se salga de la República. Ese hombre no es un hombre, es el deber hecho carne. Yo no sé cómo se llama la línea de tierra que ocupa en este momento, pero él está en la República, piensa en la República, trabaja por la República y morirá en la República, y si un rincón quedara sólo en la patria, en ese jirón estaría uno seguro de hallar al presidente”.