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Opinión

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La espiral de deuda en Estados Unidos, una amenaza inminente para la estabilidad económica mundial

Estados Unidos se enfrenta a un problema económico crítico con posibles consecuencias graves para la economía mundial: su deuda nacional crece más rápido que los ingresos y no tiene un plan claro para devolverla. De hecho, su déficit apunta a que en 2024 superará el 7 % del PIB (1,9 billones USD), un porcentaje ya de por sí muy elevado que casi duplica la ratio déficit/PIB de la siguiente economía más desarrollada del mundo.

Por desgracia, este no es el único motivo por el que han saltado las alarmas de la deuda pública en el país, pues ha venido acompañado de otras malas noticias:

  • En Estados Unidos, la deuda pública se encuentra en su nivel más alto en períodos de paz (34,62 billones USD), y nada indica que disminuirá si persisten las tendencias actuales.
  • El pago anual de intereses de la deuda pública estadounidense supera el billón de dólares.
  • La deuda nacional estadounidense aumenta en 1 billón USD cada 100 días y alrededor de 3,6 billones USD al año, el ritmo de crecimiento más rápido de cualquier país desarrollado. Para entender el dato, baste recordar que este año el valor total de la economía española es de 1,7 billones USD.
  • El Fondo Monetario Internacional (FMI), que suele dirigir sus mensajes a los países en desarrollo, insta a Estados Unidos a hacer frente «urgentemente» a su creciente carga fiscal y le augura una ratio deuda/PIB del 140 % en 2032, frente al 120,7 % actual.

Dicho esto, concurren otras circunstancias igual de alarmantes, por lo que cabe preguntarse si Estados Unidos, la mayor y seguramente más dinámica economía del mundo, está abocada a una crisis de deuda. De ser así, ¿por qué ningún candidato a la presidencia o partido político tiene un plan para reducirla? Y, si nadie invierte la tendencia, ¿cómo afectará al resto del mundo?

Tratándose del país con el mayor PIB del mundo y con diferencia el más influyente en los mercados internacionales de bonos y de divisas, no es fácil saber si su deuda supondrá un problema. En primer lugar, el riesgo de la deuda es menor si está denominada en la propia moneda del país y si cuenta con una demanda sólida. Los bonos estadounidenses cumplen ambas condiciones. Otros aspectos en que suelen fijarse los economistas son las relaciones entre la deuda y el PIB nominal, como la del FMI mencionada antes; y, según este indicador, muchos países desarrollados presentan registros más elevados (entre otros, Japón, Italia, Grecia y España). No se ha establecido un límite superior a partir del cual la deuda desate una crisis, pero los porcentajes por encima del 100 % del PIB se han convertido en una referencia relativamente habitual desde la crisis financiera y la pandemia.

En segundo lugar, para los economistas, que la deuda sea un problema también depende de los tipos de interés. Así pues, el crecimiento acelerado y los tipos bajos hacen sostenible el endeudamiento, si bien cuando el primero cae y los segundos suben —como hoy— surgen las dudas. Un grupo radical conocido como los «Monetaristas de Mercado» defendía la idea de que un país con una moneda fuerte como Estados Unidos no debía preocuparse nunca de su deuda, siempre que el gasto público lograra fomentar el crecimiento, pero han estado muy callados desde que los tipos de interés alcanzaron su máximo desde 2001.

A tenor de estas comparaciones estáticas, la deuda estadounidense aún pisa terreno seguro, pero el problema está en la dinámica que sigue. Así, aunque el cociente entre la deuda y el PIB esté dentro de un rango «aceptable», tanto el numerador como el denominador están cambiando continuamente. De momento, la rapidez con que crece la economía ayuda a mitigar el incremento de la deuda; pero una desaceleración como la que probablemente se avecina, sumada a un aumento mucho más rápido de la deuda, provocaría justo el efecto contrario. Y ya hemos dicho que, en Estados Unidos, la ratio deuda/PIB se está ampliando a una velocidad mayor que en cualquier otro lugar del mundo desarrollado.

Por otra parte, otra dinámica cambiante es la de los tipos de interés. Mientras estaban en niveles extraordinariamente bajos, como en el período 2009-2022, era difícil imaginar que la deuda se convertiría en un problema serio. En este sentido, el premio nobel Paul Krugman explicó la relación entre el crecimiento del PIB y los tipos de interés en términos de nieve: cuando el primero supera al segundo, la deuda «se derrite»; en caso contrario, se forma una «bola de nieve». En el último trimestre, el PIB nominal de Estados Unidos avanzó un 5,37 % y el tipo de interés medio sobre la deuda pasó del 1,56 % de enero de 2022 al 3,27 % —el de los bonos del Tesoro a 10 años es del 4,35 %—. Aun cuando el crecimiento excede al tipo de interés, parece seguir una trayectoria a la baja y las diferencias entre ambas magnitudes cada vez es menor. La bola de nieve podría estar a la vuelta de la esquina.

Además, no parece que haya ningún plan para controlar la situación. Los déficits fiscales han sido la constante en Estados Unidos a partir de mediados de los setenta, salvo por un breve paréntesis durante el mandato de Bill Clinton en torno al cambio de siglo (1998-2001). No han hecho sino aumentar desde la crisis financiera, los recortes fiscales de Trump y la pandemia.

En efecto, no sería de extrañar que los inversores internacionales hayan llegado a la conclusión de que la deuda nacional es un problema político sin solución. Y, aún peor, un problema persistente en contextos de crecimiento rápido. Ante tal coyuntura, un presupuesto público saneado generaría un superávit, quedando relegados los déficits a los momentos de dificultad; o sea, la deuda sólo debería aumentar en los años malos. Con el paréntesis de la recesión provocada por la pandemia, Estados Unidos ha crecido a un ritmo más rápido del «ideal» desde 2018. Esta evolución debería haber elevado el presupuesto hasta el superávit, pero, en cambio, tanto el déficit como la deuda no han dejado de ascender.

Para entender cómo esto ha sucedido, hay que remontarse unos años, cuando en el panorama político estadounidense aún quedaba prudencia fiscal. Tras la revolución de Ronald Reagan y los radicales del Tea Party que le sucedieron, que prometieron no subir nunca los impuestos y solo recortar el gasto, los republicanos se volvieron inflexibles en cuestión de tributos. En términos de porcentaje del PIB, en Estados Unidos los impuestos se sitúan entre los más bajos de los países desarrollados, y siguen disminuyendo. Si, al mismo tiempo, el gasto sigue aumentando, como ocurrirá debido a los conflictos militares, el alza de las pensiones y la sanidad destinada a la población mayor, las inversiones en la transición ecológica y los propios pagos de intereses, los déficits se incrementarán exponencialmente. El presidente Joe Biden ha propuesto subir los impuestos a los contribuyentes con las rentas más altas para corregir el desequilibrio, pero tiene nuevos planes de gasto, y el aspirante Donald Trump pretende seguir recortando los tributos.

Así pues, si la tendencia actual de aumento de la deuda continúa su ascenso mientras el Congreso mira hacia otro lado, ¿cómo afectará a la economía mundial?

La posibilidad de que la deuda pública no se devuelva es muy remota. De hecho, se diría que una poco conocida cláusula de la 14.ª enmienda de la Constitución norteamericana posterior a la Guerra Civil prohíbe los impagos. No parece probable que el Congreso, por radical que sea, vaya a arriesgarse a dejar de pagar la deuda como consecuencia de una de las recurrentes disputas por el techo de endeudamiento.

Con todo, no es necesario que un país incumpla sus compromisos de pago para que los mercados de bonos mundiales entren en pánico, sobre todo si el país es Estados Unidos. Los inversores internacionales pueden llegar a la conclusión de que la deuda estadounidense se ha convertido en un problema irresoluble si los intereses siguen disparándose y no se alcanza un acuerdo para reducir el creciente endeudamiento. En ese caso, los compradores de bonos estadounidenses podrían sustituirlos por los de otros países, algo poco probable, o exigir tipos de interés más altos para seguir comprándolos, lo que parece más verosímil.

Ante esa menor confianza, los tipos repuntarían, la bolsa se resentiría y los mercados de financiación a corto plazo se verían limitados. El reembolso de la deuda se pondría por las nubes, desencadenando un círculo vicioso: los tipos de interés subirían debido al mayor riesgo y reducirían el crecimiento, y esto, a su vez, propulsaría la deuda y los tipos de interés. Esta dinámica lastraría el crecimiento y la riqueza en el país y el resto del mundo, y empeoraría la carga de la deuda. De ahí puede derivarse una aprensión hacia los dólares que haga caer a la moneda y, con ello, un agravamiento del ciclo. Un dólar más débil avivaría la inflación en Estados Unidos, conque su banco central se vería obligado a subir los tipos de interés. Con esta medida, se fortalecería la moneda de forma temporal, pero iniciaría una ola planetaria de alzas que haría aún más mella en su propio crecimiento y en el del conjunto del mundo.

En definitiva, el impacto más demoledor a la larga para Estados Unidos sería la pérdida de la confianza mundial en su economía como «refugio seguro». Durante décadas, los bonos del Tesoro estadounidense se han considerado el activo financiero más seguro del mundo y el dólar, la moneda de reserva internacional. El efecto de una eventual pérdida de confianza, que también podría durar décadas, privaría a la potencia del privilegio de tomar prestadas cuantías ilimitadas a unos tipos de interés entre los más bajos del mundo.

Asimismo, la cadena de eventos descrita acarrearía consecuencias para otros países, lastrando el comercio internacional y los flujos de capital de un modo que sorprendería a buena parte de los partidarios de la caída del «todopoderoso dólar». Al fin y al cabo, el dominio del dólar hace que las transacciones internacionales sean más sencillas y baratas de lo que serían en un escenario competitivo de muchas divisas de referencia. Aumentarían los costes de cobertura frente a las oscilaciones de tantas monedas, encareciendo con ello el comercio y la inversión. De ello se resentirían ambos, dando paso a mercados de divisas y de inversiones fragmentados y socavando la globalización.

A fin de cuentas, ni el dólar ni los bonos estadounidenses son fáciles de sustituir a corto plazo. Con el tiempo, los mercados optarían por el euro, el yuan, las criptodivisas o quizá una moneda del bloque de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), pero ninguna alternativa parece segura o inmediatamente viable, y la transición podría ser dura y costosa. A la postre, acabaríamos conviviendo con la diversidad, unos tipos de interés y unos costes de transacción mayores y, probablemente, una globalización y un crecimiento menguados.

Pero no tiene por qué ser así. Es posible que el Congreso resultante de las elecciones de noviembre decida ocuparse de la apremiante urgencia de la deuda. Saber si lo hará, mientras el país aún ignora quiénes serán los candidatos a la presidencia, es imposible.

Sin embargo, todo esto traerá un efecto positivo: los puestos de trabajo en los sectores económico y financiero se dispararán, ya que serán necesarios más expertos para evaluar y cubrir los riesgos y comparar las divisas, las opciones comerciales y las inversiones en un mundo muy diferente.

El artículo fue publicado originalmente en inglés en IE Insights, el portal de conocimiento de IE University.

*La autora es Economista y profesora de IE University.

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