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La falacia del Nirvana
Estamos muy acostumbrados a rechazar o descartar proyectos e ideas porque son imperfectos. Nos parece que, al verse junto a un ideal, se quedan cortos. Si lo pensamos un momento, veremos la ridiculez que hay en comparar lo posible con lo imposible, lo alcanzable con lo que no es de este mundo. Por eso, a este fenómeno se le conoce como la falacia del Nirvana.
A todos nos pasa en algún momento. Comparamos nuestra vida –a veces llevadera y a veces insoportable– con una que apenas en un buen sueño o una terca ilusión podríamos alcanzar. Pero también nos pasa en lo que pensamos sobre lo público y, en tiempos polarizados como los que vivimos, la falacia del Nirvana es una herramienta muy socorrida para construir debates inservibles.
Un ejemplo muy claro sucede alrededor de las ideas de una reforma fiscal en México. Un segmento de analistas asegura que el Estado sólo será viable si se incrementa la recaudación de impuestos y eso sólo sucederá si se incrementan las tasas impositivas o se crean nuevos impuestos para el segmento de más ingresos y riqueza. Detrás de esto hay un ideal muy claro, que casi siempre es explícito: se necesita más Estado.
Ni siquiera en oposición a esos discursos, sino con pragmatismo puro, algunos otros nos preguntamos ¿en qué se va a gastar esa recaudación adicional?, ¿en refinerías y trenes que se construyen sin planes bien hechos, la menor afectación ambiental posible y responsabilidad presupuestal?, ¿en incrementar la presencia militar en la administración pública?, ¿en programas sociales que crecen 30% en un año electoral? De fondo, hay una pregunta sobre la realidad: ¿qué Estado es posible?
En el otro cabo de esa tensa cuerda hay también voces que, partiendo de ideas tan simples y agigantadas como que el Estado es inservible, los impuestos un robo y los empresarios la fuente de toda riqueza, dicen que lo que deberíamos hacer es cobrar menos impuestos y deshacernos de todo el Estado que se pueda. De ahí salen propuestas sin sentido como vender los activos de Pemex como si fueran fierro viejo.
Esa misma falacia es la que algunas personas utilizan para justificar hechos como el evidente fraude electoral en Venezuela o el régimen nicaragüense. Y lo mismo pasa ante las violaciones a los derechos humanos en El Salvador y la reelección inconstitucional de Nayib Bukele. Ante problemas reales y propuestas concretas, como que se transparente una elección o se respete una constitución, se declara un ideal: que pierda la derecha, que el comunismo no avance, etcétera.
El problema de eso es que, ante los ideales, al parecer, todos deberíamos rendirnos, y si no lo hacemos, es porque somos los enemigos. No sólo pensamos distinto ni podemos estar de acuerdo en otras cosas; el estar en un lugar se adjudica como el ser de un modo”.
Con otro ejemplo de la misma figura podemos explicar por qué ante la posibilidad de mejorar organismos como la Cofece, el IFT o el INAI, la iniciativa es desintegrarlos y los debates se vuelven absurdos. Son parte de un pasado idealizado como maligno, aunque el pasado siga entre nosotros con colores y palabras distintas, aunque en buena medida con los mismos nombres y sin duda con las mismas prácticas, para lo que basta comparar la estafa maestra y el desfalco en Segalmex. Lo dice con maestría María Zambrano: “Lo que normalmente sucede con todos los vencidos, en cualquier historia que se trate: se toma de los vencidos lo que hace falta sin nombrarlos”.
Si observamos la propuesta de reforma al Poder Judicial con una mínima atención, veremos que el país puede pasar de uno que se rige por principios jurídicos –imperfectos y operados por personas limitadas como somos todos– a uno que explícitamente se rige por recursos políticos (y quienes los puedan comprar). Lo malo es que el ideal de “combatir la corrupción” sólo va a corromper más el funcionamiento del Poder Judicial, sin tocar siquiera lo que los especialistas nos advierten: el mal funcionamiento de las fiscalías. Y con ello, habrá que esperar y ver qué pasa con el funcionamiento de la sociedad y la economía.
Si el problema fuera nada más que nuestros debates son absurdos y hasta estúpidos, no sería muy grande. El problema se hace grande porque las elecciones de junio borraron cualquier equilibrio de fuerzas políticas. El problema es que una falacia argumentativa se convierta en discurso incontestable, en interpretación de la voluntad del pueblo, en inescapable grillete.