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Opinión

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La magdalena de Proust

Foto: Especial

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Marcel Proust es un escritor directamente asociado al desayuno. La culpa la tiene un libro, “Por el camino de Swann”, primer volumen de “En busca del tiempo perdido”, monumental narración de su autoría y que posiblemente ocupa el primer lugar en la lista de obras que más de la mitad del mundo finge haber leído y miente. Le parecerá extraña o apresurada tal afirmación, lector querido, pero es adecuada para decirle –tempranito en la mañana– que, si Marcel Proust estuviera vivo, cumpliría 173 años el muy próximo 10 de julio; recordarle que fue hace dos años cuando se llevó a cabo la magna celebración del centenario de su muerte y ofrecerle algún consuelo, por si se perdió la fiesta.

Hijo de Adrien Proust, un prestigioso médico de familia tradicional y católica, y de Jeanne Weil, alsaciana de origen judío, Marcel Proust nació en Francia en 1871. Se dice que dio muestras de inteligencia y sensibilidad desde muy temprana edad: estudió en el Liceo Condorcet, obtuvo brillantes calificaciones, hizo el servicio militar en 1889, asistió a clases en la Universidad La Sorbona y también en la École Livre de Sciences Politiques. Sin embargo, muy pronto sucumbió a los placeres de la vida mundana ocultando, con placer y desenfreno, las dudas que albergaba sobre su vocación literaria. Mas no dejaba de escribir. En 1896 publicó “Los placeres y los días”, colección de relatos y ensayos que prologó Anatole France; en 1904 trabajó en la obra autobiográfica “Jean Santeuil”, en la que se proponía relatar su itinerario espiritual, e hizo traducciones al francés de “La Biblia de Amiens” y de “Sésamo y los lirios”, de John Ruskin. Mas llegó otro tiempo fatal. Después de la muerte de su madre, en 1905, cambió su concepto sobre cómo debería ser “la vida de un artista” y decidió que el arte verdadero sólo podía ser fruto de «la oscuridad y del silencio». Fue cuando emprendió la composición de su extraordinaria obra cuyos siete volúmenes, publicados entre 1913 y 1927, influyeron en todo un siglo de novelistas, filósofos y teóricos del mundo.

El proyecto, que el mismo Proust comparó con la compleja estructura de una catedral gótica, resultó la reconstrucción de una vida a través de lo que llamó “memoria involuntaria”, herramienta capaz de devolvernos el pasado, tanto en su presencia material y sensible, como en la estricta invención, en un sentido literario y narrativo, para recomponer el recuerdo. Recuperar el tiempo. Metafóricamente, por supuesto. Con intención autobiográfica, suponen. De una manera nunca antes explorada, ciertamente.

Durante más de cien años, se calificó a la obra de Proust como “luz dormida entre las sombras”, “una serpiente que se muerde la cola”, el círculo perfecto, el tratado filosófico que por fin explica narrativamente la diferencia entre “El tiempo” de Aristóteles y “La duración” de Bergson. Una “novela río” que, por su longitud, flujo y caudal, no alcanza a describir su grandeza ni en el millón doscientos treinta y un mil novecientas setenta palabras de las que consta su versión original.

Una vez asentados tan importantes datos, podemos volver al desayuno. Al famoso pasaje donde Swann, el protagonista, aspirando el aroma de un té y mordiendo una magdalena, descubre, ante la combinación de sabores y olores, el renacimiento de un tiempo pasado de su vida.  Momento crucial en el que ya no importa si la trama es pasado, presente o invento de la memoria. Simplemente lo que es: un instante. Soplo de tiempo breve e infinitesimal, pero a la vez el catalizador de la narración, una referencia que conocen incluso quienes no han leído la obra, pero saben que transformó la historia de la literatura para siempre.

Afortunadamente, nunca falta la paz para calmar la guerra y los reversos que todo simplifican, lector querido. Verdaderos fanáticos que han afirmado que Marcel Proust rara vez desayunaba temprano, no le gustaban las magdalenas y era un hombre de otros hábitos alimenticios. Juran que su primera comida del día consistía en una taza de café con leche, que su fiel ama de llaves, Cécile Albaret, llevaba a su habitación para que leyera la prensa. En algunas ocasiones pedía un croissant, panecillo que raramente mojaba en su taza, pero que prefería estuviera caliente y no llegara solito en la charola. Porque a veces le antojaba repetir y no quería perder el tiempo.

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