Lectura 7:00 min
La política industrial es una quimera nostálgica
Para abordar la ira del público después de cuatro décadas de neoliberalismo, los economistas progresistas y de centro izquierda están pidiendo innovación para crear riqueza “para muchos” y hacer frente al cambio climático, al mismo tiempo que reducen la concentración y el poder del mercado. Desafortunadamente, se equivocan acerca de dónde reside el verdadero problema.
SIRACUSA, ITALIA. En una reciente cumbre en Berlín, destacados economistas de centro-izquierda anunciaron un nuevo consenso en política industrial; después, Adam Tooze —un historiador de la Universidad de Columbia— publicó la declaración conjunta completa y la calificó de “notable, tanto por su capaz acuerdo sobre los principios de la política económica e industrial como por la forma en la que los incorpora a una lectura de los riesgos políticos y geopolíticos del momento”.
Según la declaración de Berlín, esos riesgos son de dos tipos: por un lado están los riesgos reales, como el cambio climático, las desigualdades intolerables y los grandes conflictos mundiales; y, por otra parte, hay riesgos como las políticas populistas peligrosas, impulsadas por “la experiencia ampliamente compartida de la percepción de pérdida de control [...] derivada de la globalización y los cambios tecnológicos”. Nos dicen que esta segunda categoría es resultado de “décadas de una globalización mal gestionada, exceso de confianza en la autorregulación de los mercados, y la austeridad, (que) vaciaron a los gobiernos de su capacidad para responder eficazmente ante esas crisis”.
El grupo ofreció nueve recomendaciones: reorientar las políticas para dejar de defender la eficiencia económica por encima de todo lo demás y centrarse en la prosperidad compartida y empleos seguros de calidad; desarrollar políticas industriales [...] que apoyen a las nuevas industrias y orienten la innovación hacia la creación de riqueza para la mayoría; alejar a la política industrial de los subsidios y acercarla a la innovación; diseñar una globalización más sana; solucionar la desigualdad en el ingreso y la riqueza; rediseñar las políticas climáticas en torno a la fijación de precios del carbono y la inversión en infraestructura; apoyar la transición climática en los países en desarrollo; evitar la austeridad invirtiendo, simultáneamente, en un Estado innovador eficaz, y reducir el poder de mercado en los mercados fuertemente concentrados.
Como escribí antes, el consenso entre economistas —aun el de los progresistas bienintencionados— es algo peligroso: por su naturaleza, es enemigo de la congruencia y la lógica. Mis amigos se alejaron medio paso del consenso neoliberal anterior... pero es sólo medio paso y no todos van en la misma dirección.
Es cierto que la gente común está enojada, crecieron con la promesa de una democracia basada en la clase media y sustentada en empleos industriales estables, pero muchos descubren que se han convertido en siervos de la economía de pequeños encargos. Son gobernados por oligarcas y tratados con condescendencia por profesionales urbanos que se creen con derecho a privilegios (entre los peores, están los economistas).
¿Cómo llegamos a esta situación? Culpar a China (o a México, Japón o, incluso, Corea del Sur) puede servir de consuelo, pero la historia comienza verdaderamente con la ruptura entre los liberales laboristas y antiguerra del Partido Demócrata estadounidense en la década de 1970. Eso preparó el camino para que el presidente Ronald Reagan y el presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, destruyeran a los sindicatos manufactureros y asociados de EU, a lo que siguió el ascenso de los gigantes financieros y tecnológicos en la era de Clinton.
Luego se profundizó la militarización durante el gobierno de George W. Bush, con la intención de consolidar el poder y control estadounidense de los recursos a escala mundial, especialmente del petróleo. La economía estadounidense, complementada por la europea, terminaron dependiendo de los bancos, las bombas, las bases y la informática. En términos netos, prácticamente no se ha creado en EU ni un solo puesto de trabajo manufacturero en cuatro décadas.
Para responder al enojo de la gente, mis amigos llaman a la innovación para crear riqueza para la mayoría y lidiar con el cambio climático, reduciendo, simultáneamente, la concentración y el poder del mercado... pero es debido a la innovación que el poder de mercado se concentra. La cuestión siempre se reduce a crear riqueza para el innovador y sus financistas, y lograr más con menos gente, a un costo menor. Así surgieron nuestros oligarcas tecnológicos —Bill Gates, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Elon Musk, Peter Thiel y Larry Ellison—; de otro modo, nunca los hubiéramos conocido.
Por supuesto, atender al cambio climático es una meta noble, pero no hay que ignorar las realidades inconvenientes que se interponen en el camino. La primera es la paradoja de Jevons: una mayor eficiencia energética permite aprovechar la energía para otros usos y suele, por ello, aumentar el consumo energético (un claro ejemplo es la enorme cantidad de electricidad que usan los modelos de IA y la minería de criptomonedas). En segundo lugar, los grandes proyectos de energía renovable requieren grandes minas (que devoran energía), una vasta infraestructura nueva (ídem) y —para ser rentables— costos estables de capital incompatibles con tasas de interés muy elevadas (hay motivos por los que hoy se están reduciendo o cancelando los proyectos que ayer fueron sensación).
Un tercer y contundente problema es la desconexión entre la inversión climática y el bienestar de la mayoría de la población, tanto en la actualidad como, incluso, en el futuro cercano; ¿llevará a que bajen los precios de los servicios públicos, los impuestos o las tasas de interés? No, no lo hará. ¿Llegarán nuevos productos al mercado gracias a los tremendos aranceles que dejaron fuera de él a los productos ya fabricados en China? Por supuesto que no. La única manera de distribuir los beneficios de la riqueza derivados de la innovación entre «la mayoría» es socializar todo ese proceso. Haría falta un soviet de ingenieros, como propuso Thorstein Veblen alguna vez —como el Proyecto Manhattan o el programa espacial—.
Pero para ello es necesario que el Estado cuente con la capacidad necesaria, y quienes participaron en la cumbre de Berlín reconocen que fue vaciado durante 40 años de descuido y depredación neoliberales. ¿Quién supervisará a la nueva política industrial? El gobierno actual carece de personal —las herramientas a mano son los aranceles y subsidios a las corporaciones— y el Departamento de Comercio de EU contrató a consultores de Wall Street para que identifiquen quién deben recibirlos... es difícil que eso llegue a buen puerto.
La triste realidad es que los defensores actuales de la política industrial a menudo son quienes primero propusieron, hace más de 40 años, la idea de rescatar a los demócratas del reaganismo. Al menos entonces era factible; sin embargo ahora, como antes, no parecen dispuestos a enfrentar a los bancos, contratistas militares ni magnates tecnológicos que dirigen Occidente. No llaman a la desfinancierización, el desarme ni —como pidió alguna vez John Maynard Keynes— la socialización de las nuevas inversiones; buscan recuperar la capacidad estatal manteniendo a todas las fuerzas que la destruyeron.
Mientras tanto, grandes fuerzas políticas nuevas llenan el vacío que dejaron las políticas neoliberales en América y Europa. Teniendo en cuenta el daño ya causado, tal vez no haya forma de disipar el enojo que impulsa a esos «populistas peligrosos» hacia el poder. ¡Ay!, es poco probable que el idealismo ingenuo de una idea pasada de moda pueda ayudar demasiado.
El autor
James K. Galbraith escribió (con Jing Chen) Entropy Economics: The Living Basis of Value and Production [La economía de la entropía: la cambiante base del valor y la producción] (University of Chicago Press, 2025), de próxima publicación.
Copyright: Project Syndicate, 2024