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Opinión

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La victoria electoral de Morena: El verdadero reto del futuro inmediato

El reciente triunfo electoral de “Morena”, que ciertamente permite confirmar el enorme apoyo que las grandes mayorías del pueblo de México han decidido otorgarle a la continuación del proyecto de transformación liderado por López Obrador, si bien ha cimbrado las estructuras de poder del Estado Mexicano, se encuentra muy lejos de implicar un cambio radical de las mismas. Ahora y en el futuro México es y seguirá siendo un Estado capitalista inexorablemente atado al espacio hegemónico de los Estados Unidos de América. Las voces que aseveran que Claudia Sheinbaum es una fanática comunista que va a convertir a México en una nueva Venezuela o, incluso, en una nueva Cuba son, en el mejor de los casos, producto de una supina ignorancia de la realidad económica y política de nuestro país y, en el peor de los casos, parte de una propaganda de perfiles ideológicos fascistas organizada por fuerzas oligárquicas cuyo objetivo estratégico no es otro que el de inyectar en los ciudadanos de las clases medias y populares una profunda sensación de miedo ante el futuro.

Si bien es un hecho que el populismo demagógico ha estado claramente presente en el discurso de López Obrador, también es un hecho que la oposición ha empleado exactamente la misma estrategia de comunicación política. La población mexicana se ha visto literalmente bombardeada desde hace casi seis años por narrativas tanto de izquierda como de derecha que, lejos de apoyarse en argumentos racionales sustentados en datos duros y evidencia empírica verificable, han estado estratégicamente dirigidas a manipular las emociones de los ciudadanos. Se trata de estrategias discursivas que, con independencia de su contenido semántico, tienen en común el hecho de que penetran, o buscan penetrar, en los oscuros espacios míticos y simbólicos de lo que Carl Gustav Jung denominó el “inconsciente colectivo”.

Para un estudioso del fenómeno político resulta sumamente interesante analizar, mediante la realización de un ejercicio deconstrutivo, el enorme nivel de convergencia que, en términos semióticos, existe entre las estrategias discursivas del gobierno y la oposición. Apelar de manera sistemática al miedo es una constante en ambos casos. Miedo al retorno del “neoporfirismo” explotador y corrupto, miedo a la instauración de una dictadura “comunista”, miedo a perder derechos sociales, miedo a perder libertades individuales. Todos estos son argumentos que, si se analizan más allá de su dimensión semántica, tienen en común el hecho de que constituyen proyecciones de marcos ideológicos que distan mucho de poder ser considerados como auténticamente democráticos. Lo anterior es así en virtud de que una de las características fundamentales de la democracia, una característica “sine qua non” para la existencia y desarrollo de la misma, es el respeto a la diferencia de visiones, opiniones y programas de acción política. Cuando un líder político sostiene que el futuro de su país será negro si gobierna un partido político diferente al suyo está manifestando su desprecio por la democracia.

Esto ciertamente es algo que ocurre en todas las latitudes pero que se expresa de manera particularmente cruda e incluso dramática en países que, como México, se encuentran aún lejos de consolidar una cultura política plenamente democrática. Decir, o incluso afirmar de manera contundente, que personajes como López Obrador y Claudia Sheinbaum representan “un peligro para México”, es tan demagógico y antidemocrático como afirmar que las alternativas políticas de centro-derecha comparten un profundo desprecio de perfiles clasistas y racistas por los sectores populares y que, en todos los casos, se encuentran subordinadas a intereses oligárquicos.

El largo y sinuoso camino que ha seguido el proceso de construcción de la democracia en nuestro país alcanzó no sólo un punto culminante sino un punto central de definición evolutiva el pasado 2 de junio. Por un lado, las elecciones del pasado 2 de junio y todos los procesos de movilización que le precedieron tanto por parte de Morena y sus aliados como por parte de la alianza opositora, han contribuido de manera decisiva a cimentar en el imaginario político de la sociedad mexicana la idea fundamental de que los procesos electorales efectivamente sirven para definir, ratificando o cambiando al grupo gobernante, el rumbo político y económico del Estado Mexicano.

Esta es una idea que ciertamente estaba ausente del imaginario político mexicano en tiempos tanto de la dictadura unipersonal de Porfirio Díaz, como en tiempos de la dictadura institucional que representó durante muchas décadas el sistema de partido hegemónico de Estado. Este sistema, definido polémicamente por Vargas Llosa como “la dictadura perfecta”, fue creado por Plutarco Elías Calles, perfeccionado en su arquitectura interna por el corporativismo de perfiles clientelistas introducido por Lázaro Cárdenas y finalmente convertido en un altamente efectivo aparato corporativo de control político que habría de operar en beneficio del proceso de acumulación de capital privado en el marco de dos grandes estrategias de desarrollo económico: la estrategia de orientación interna basada en la protección del mercado nacional y en la intervención económica del gobierno en el proceso de formación de capital puesta en marcha por Miguel Alemán Velasco y, treinta y seis años más tarde, la estrategia de orientación externa basada en la apertura comercial y en la privatización de activos estatales puesta en marcha por Carlos Salinas de Gortari y que se prolongó bajo la conducción de gobiernos priístas y panistas hasta el ascenso al poder de Morena y sus aliados en 2018.

Como resultado del triunfo electoral de Vicente Fox en el año 2000 pero, sobretodo, como resultado de los triunfos electorales de Andrés Manuel López Obrador en 2018 y de Claudia Sheinbaum el pasado 2 de junio, la cultura del voto, la cultura cívica de asistencia periódica a las urnas para renovar los poderes públicos, ha logrado finalmente arraigarse en la conciencia colectiva del pueblo de México. Hoy en día los mexicanos estamos verdaderamente convencidos de que los gobernantes que llegan al poder lo hacen en virtud de que lograron obtener un respaldo electoral mayoritario y no, como ocurría en el pasado, porque fueron beneficiados por la decisión de un único gran elector.

Por otro lado, y de manera ciertamente paradójica en términos de la reflexión anterior, las elecciones del pasado dos de junio son enormemente relevantes porque, como resultado de la aplastante victoria de Morena y sus aliados, se abre nuevamente la posibilidad histórica de que el sistema de partido hegemónico de Estado vuelva a instaurarse en México. En otras palabras, las recientes elecciones federales representan un auténtico punto de inflexión. A partir de ahora se abren dos posibilidades para nuestro país en términos de evolución política. La primera de ellas es la profundización de la cultura democrática por la vía de la existencia de auténticas alternativas electorales tanto de centro-izquierda como de centro-derecha y, la segunda, es el retorno del autoritarismo inherente a la existencia de un partido oficial orgánicamente integrado al gobierno y diseñado y organizado para retener, en beneficio de un grupo político y a partir de estrategias de legitimación de carácter populista y clientelista, el poder gubernamental tanto a nivel federal como a nivel de la gran mayoría de los estados y municipios del país por largos espacios de tiempo.

Frente a esta disyuntiva, la pregunta central que debemos formularnos con relación al futuro inmediato es sí Morena evolucionará para convertirse en un partido fuerte pero a fin de cuentas competitivo o si, por el contrario, se convertirá en una recreación histórica del PRI. La primera alternativa implica la profundización y consolidación de la democracia mexicana mientras que la segunda implica una regresión autoritaria. La próxima gobernante de México, Claudia Sheinbaum Pardo, tendrá que enfrentar este problema cuya solución es fundamental para el futuro del Estado Mexicano.

En lo personal espero que esta valiente, inteligente y sumamente preparada mujer, tenga claro que la construcción de una sociedad verdaderamente justa y solidaria es imposible en ausencia de una democracia fuerte, es decir, sólidamente cimentada en leyes e instituciones. Sin democracia todos los regímenes políticos, con independencia de sus fundamentos éticos e ideológicos, terminan corrompiéndose y defraudando a los ciudadanos que alguna vez creyeron en ellos. Claudia Sheinbaum debe por lo tanto luchar porque la izquierda mexicana que actualmente abandera transite de un movimiento ideológicamente disperso y unido en lo fundamental por la personalidad de un caudillo, a un movimiento ideológica y organizacionalmente consolidado al interior de un partido político fuerte pero al mismo tiempo autónomo, es decir, orgánicamente separado del gobierno. Un partido político que constituya una alternativa auténticamente democrática y, en este sentido, plenamente competitiva de centro-izquierda.

La responsabilidad histórica que, con relación al futuro de la democracia en México, habrá de caer sobre los hombros de Claudia Sheinbaum a partir del próximo primero de octubre es enorme pero no exclusiva. La responsabilidad histórica de las fuerzas de oposición es igualmente grande ya que en su ámbito tampoco existe una clara conciencia de lo que implica edificar y preservar una auténtica democracia. Las fuerzas políticas y económicas que apoyaron la fallida, y en muchos sentidos absurda, candidatura presidencial de Xochitl Gálves deben analizar con seriedad, profundidad y rigor académico los recientes resultados electorales a fin de estar en condiciones de interpretarlos de manera acertada.

Suponer, como lo hacen ciertos merolicos de la derecha mexicana, que el voto popular a favor de Morena fue basicamente producto de los apoyos económicos que, a partir de una lógica clientelista y populista, dispersó el gobierno federal desde comienzos de la actual administración presidencial implica adoptar una visión sumamente simplista e incluso superficial de la realidad, una visión visceral y poco crítica que atribuye el reciente fracaso electoral a la existencia de un pueblo ignorante y facilmente manipulable que “decidió volver a ponerse las cadenas” como recientemente expresó una reconocida analista política. La oposición política en México debe asumir su derrota y aprender de ella a partir de un profundo ejercicio de autocrítica. El PRI y el PAN son partidos enormemente despretigiados ante el pueblo de México que no solamente deben depurarse internamente cambiando a sus cuadros dirigentes (los cuales, por cierto, son verdaderamente deleznables) sino que, en lo fundamental, deben emprender un profundo y ciertamente difícil camino de transformación ideológica e institucional que termine colocándoles, de preferencia al interior de una sola fuerza política, como una alternativa seria de centro-derecha. Por lo que respecta al PRD su existencia ya es irrelevante, este partido político debe desaparecer porque Morena le ha quitado desde hace mucho tiempo su razón de ser.

Como expresé al inicio de este artículo la naturaleza capitalista del Estado Mexicano no va a modificarse por el hecho de que un partido de izquierda continué en el poder. Más allá de las especificidades de un determinado régimen político están las estructuras de poder que soportan al Estado en su carácter de totalidad orgánica. En el caso de México estas estructuras fundamentales de poder no solamente son capitalistas sino que están definitiva e inexorablemente inmersas en el espacio de dominación del Estado más poderoso del mundo. Sin embargo hay muchas formas de organización institucional de un Estado capitalista y muchas formas de integración al espacio hegemónico de los Estados Unidos. Por lo tanto más que preocuparnos por si Claudia Sheinbaum hará de México otra Venezuela, los mexicanos debemos preocuparnos por el futuro de nuestra democracia ya que solamente la preservación y fortalecimiento de esta forma de régimen político hará posible que nuestro país logre consolidar un modelo de desarrollo económico que combine competitividad al interior de un cada vez más complejo mercado mundial con una distribución cada vez más equitativa y racional del ingreso.

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