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Lavando ajeno
La naturaleza interconectada y anónima del internet ha sido terreno fértil para los whistleblowers. Una de las mayores filtraciones de la última década fue la de los llamados papeles de Panamá: 2.6 Terabytes de información confidencial de una firma de abogados panameña (Mossack Fonseca) que llegó a manos de un periódico alemán (Süddeutsche Zeitung).
Los documentos revelaban esquemas de evasión fiscal por parte de funcionarios, políticos, celebridades y gobernantes de todo el mundo. Los implicados contrataban a la firma para establecer compañías fantasma en paraísos fiscales.
La firma panameña creada por Jürgen Mossack y Ramón Fonseca tenía más de 40 oficinas y 500 empleados. Trabajaba en conjunción con algunos de los principales bancos del mundo. Hay que decir que aunque no todas las empresas fantasma son ilegales, detrás del escándalo estaban las estrategias para ocultar la evasión, corrupción y el lavado de dinero.
La filtración involucró tanto a Vladimir Putin, como al gobierno de Corea del Norte, Siria, un expresidente argentino, el primer ministro de Islandia, el entonces presidente de Ucrania, narcotraficantes, y muchos otros.
El despacho de Mossack Fonseca y sus operaciones son el centro de la película del ambicioso cineasta estadounidense Steven Soderbergh (Erin Brockovich, Tráfico).
La lavandería, producción original de Netflix, sumó un elenco multiestelar con un guión de Scott Z. Burns adaptando el complejo libro homónimo de Jake Bernstein sobre la investigación de los papeles de Panamá.
Para tratar de simplificar la complejidad financiera, Burns creó un armazón con un puñado de historias independientes ligadas por una suerte de narración cínica ficticia a cargo de los propios Mossack y Fonseca (Gary Oldman y Antonio Banderas).
La complejidad de los fraudes financieros a los inicios del milenio fue mejor abordada por cintas como The Big Short, de Adam McKay o El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese.
Los abogados se dirigen directamente al espectador recitando lindezas sobre lavado de dinero y cinismo capitalista. Intercalada a sus lecciones, seguimos la historia de Ellen Martin (Meryl Streep) quien pierde a su marido en un accidente turístico y no es capaz de cobrar la indemnización obligada por un fraude en las compañías aseguradoras.
La peregrinación de Ellen para encontrar a los culpables de la estafa, la lleva a hacer llamadas y viajes a paraísos fiscales, aunque nunca quede clara su motivación. ¿Quiere venganza por la muerte de su marido?¿Justicia monetaria?¿Un hobby?
Uno pensaría que la mayor dificultad para Soderbergh estaría en mostrar las implicaciones humanas y sociales detrás de los áridos intríngulis financieros del despacho panameño. Pero sus creadores nunca deciden qué historia quieren contar. ¿La saga de los estafadores o de sus víctimas?¿Debemos sentir empatía porque la señora perdió a su marido o porque no pudo cobrar dinero por ello o porque le ganaron el departamento que quería en Las Vegas? ¿Debemos sentir empatía por las empresas que escatiman en sus seguros de responsabilidad civil?¿Por las secretarias panameñas? ¿Por los familiares de los amorales billonarios?
Peor aún, las historias son contadas por estereotipos de cartón. Maquetas visuales que Soderbergh quiere convertir en peras y manzanas para hilar un discurso que va perdiendo cohesión e interés conforme la película avanza. Ni Soderbergh ni Burns tienen algo nuevo que decir o aportar.
El problema no es sólo que se valen de estereotipos mezquinos cuya motivación es siempre el dinero, o que sus actores no sepan si el acercamiento es realista o farsa. La verdadera pena es que su recurso para decirnos “la neta” sea un final condescendiente y panfletario en el que Meryl Streep (la actriz, no el personaje) se quita su disfraz para sermonear directamente a la cámara.
En el infierno de Hollywood, hay un círculo muy particular para aquellos cineastas llenos de talento que con presupuesto sobrado, libertad de acción y un elenco de ensueño, se embriagan de hubris para hacer películas tan decepcionantes como esta lavandería.