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Opinión

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¿Legalizar lo ilegal?

Con el argumento de que “el problema de la seguridad interior […] ha rebasado a la autoridad civil” y en respuesta a la petición del secretario de la Defensa de regular la presencia de las fuerzas armadas en las calles, la Cámara de Diputados ha optado por legalizar lo ilegal.

La Ley de Seguridad Interior (LSI), aprobada por ésta la semana pasada y que hoy discute el Senado, no reglamenta la conducta de Ejército y Marina en el combate al crimen organizado, les otorga un amplio margen que pone en riesgo la protección de los derechos humanos, las libertades y el estado de derecho.

Tejido de ambigüedades, el texto de la LSI es un ejemplo de retórica escurridiza que pretende mantener la defensa de los derechos humanos a la vez que legaliza la imposición autoritaria de la fuerza.

Así, plantea que la seguridad nacional es de “carácter dinámico”, y por tanto de difícil definición, y recurre a un contradictorio concepto de “seguridad interior” a la vez integrado al de seguridad nacional, para otorgarle su defensa a las fuerzas armadas, y desprendido de ésta, para justificar la intervención militar en tareas de seguridad pública, que corresponden a las policías.

La retórica de la ambigüedad puede ser útil en discursos electorales, pero es muy peligrosa cuando se trata del papel de las fuerzas armadas ante la población civil.

Con este amplio, y vago, concepto de “seguridad interior” la LSI favorece la violación de derechos humanos y contraviene las recomendaciones de organismos internacionales, como lo ha señalado la CNDH (29.XI).

En la medida en que los riesgos a la “seguridad interior” incluyen amenazas al funcionamiento de las instituciones o a la “paz social”, abre la puerta a la represión de la protesta o al uso excesivo de la fuerza contra lo que el Ejecutivo y el Consejo de Seguridad en unos casos, o sólo por los encargados de las fuerzas armadas, en otros, determinen como tales.

Recordando el caso de Atenco, recién expuesto ante la Corte Interamericana, ¿“atentar contra las vías de comunicación” o tomar oficinas municipales como forma de protesta serán razones válidas para llamar al ejército? Los “representantes” que aprobaron ya esta ley asegurarán que no, pero si ya las policías han abusado en estas situaciones y si Ejército y Marina han sido cuestionados por violaciones de derechos humanos, ¿qué garantiza que la protesta social no será aplastada?

Como si la ambigüedad retórica y la validación de una medida (que no estrategia) que ha demostrado su fracaso a lo largo de una década no fueran suficientes, la LSI contribuye a agravar un mal que ya tiene consecuencias calamitosas: la opacidad.

Desde 2014 las fuerzas armadas han dejado de reportar el número de civiles muertos en “enfrentamientos” porque, dicen, no los necesitan. Esta omisión, como han señalado expertos en el tema, dificulta ya hacer estudios sobre el índice de letalidad; además impide que las propias fuerzas armadas evalúen su actuación.

Bajo la LSI, la información “de inteligencia” relativa a la defensa de la seguridad interior podrá clasificarse por “seguridad nacional”: este argumento, que ya ha servido para ocultar información sobre espionaje o corrupción, justificará no dar cuentas a la sociedad. A más riesgo de violencia excesiva, se responde con más opacidad.

Más allá de que el ejército y la marina se hayan desgastado en su fallida lucha contra el crimen organizado, de que hayan sido acusadas de violaciones, torturas, asesinatos y desapariciones (por las cuales se ha procesado a algunos mandos) y de disfrazar masacres como “enfrentamientos”, seguirles exigiendo que hagan tareas que no les corresponden y para las que no están entrenadas, es una irresponsabilidad.

Quienes se enrolaron en sus filas por necesidad, para estudiar o para servir al país, merecen una ley que regule y acote su actuación y garantice su regreso a los cuarteles. Seguir alimentando la violencia encumbrando el autoritarismo militarizado, sólo traerá más daño y dolor a la ciudadanía. El Senado debe escuchar a la sociedad y rechazar esta Ley.

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Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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