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Opinión

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Los debates que vienen

En septiembre de 1960, Jonh F. Kennedy y Richard Nixon sostuvieron el primer debate presidencial transmitido en televisión. Era un formato bastante flexible para la época, en donde incluso periodistas hacían preguntas. La elección fue favorable a Kennedy y ante el apretado resultado hubo quienes asumieron el cara a cara televisivo como ejercicio que habría inclinado la balanza, en el que la imagen habría jugado a su vez un papel relevante para influir en el sentido del voto.

Esa conclusión es discutible, partió de una encuesta en la que personas que sintonizaron el debate por radio dijeron que Nixon lo había ganado, pero quienes lo sintonizaron por televisión vieron ganar a Kennedy. Varios análisis del caso hablan de un republicano con traje gris, sudoroso por las luces de estudio, sin afeitar, frente a un demócrata en perfecto atuendo negro, sonrisas y bronceado que le dieron el triunfo.

En realidad, los debates no son una pelea de box en donde jueces determinan ganador o empate y ese veredicto se traslada a las urnas sin más.

Es común que se debata sobre el debate, sobre quién tuvo mejor o peor desempeño y eso es parte del entorno democrático. Son útiles las mediciones sobre la percepción ciudadana y es un hecho que los debates, como espacio para valorar las ofertas en juego, son instrumentos que sí pueden convencer o poner a dudar, incidir en votantes de forma decisiva, aunque de ahí a pensar que lo más importante no son las ideas sino la imagen, y que alcanza con la percepción sobre quién va mejor a peor vestido para ganar, hay una distancia.

No hay pruebas para concluir que sonrisas y bronceado son armas poderosas para sumar apoyo nutrido en votos, aunque la encuesta del caso Kennedy metió esa percepción en varios publicistas que no reparan en la complejidad de aquella histórica contienda y la simplifican poniendo fe, más que datos duros contundentes, en que la imagen es más importante que las propuestas o posturas que se expongan ante electores.

No veo que los buenos desempeños en un debate sean intrascendentes, inciden en el voto, pero no siempre quien tiene mejor debate gana más votos y veo lejos como factor de incidencia la vestimenta o demás aspectos estéticos que muchos publicistas atribuyen al diseño de imagen a partir de la historia Kennedy-Nixon.

Me parece exagerado que le asignen a ese elemento tanto valor, pero en lo que sí ha impactado es en meter tensión al momento de construir formatos y reglas, porque entonces la fórmula de cuidar hasta los encuadres favorables al perfil de un candidato o candidata han contaminado las negociaciones para mejores formatos en años anteriores, porque profesionales del marketing político creen o hacen creer a algunos partidos que la contienda depende de pararse en un atril en lugar de sentarse en una mesa o de nivelar la altura de ese atril para que no se note que hay candidatos con menos estatura, como si eso fuera algo malo.

Más allá de lo discutible que puede ser la fuerza de la imagen, me parece que en los debates que vienen hay que apostar por la fuerza de los argumentos que se contrasten y para ello es imperativo contar con mejores formatos, más libres.

En México tenemos debates presidenciales desde 1994 e incluso con formatos poco flexibles hemos escuchado posturas y buenas intervenciones pero hasta ahora lo más que hemos tenido son dos encuentros por elección. Es importante aumentar ese número y propiciar condiciones que tengan como eje rector, como prioridad, difundir y contrastar visiones y ofertas a votantes en un foro con flexibilidad, preocupado por la equidad, por las candidaturas, pero sobre todo por las audiencias, no por percepciones estéticas.

*Consejero del Instituto Nacional Electoral.

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