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Opinión

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¿Me da mi calaverita?

Notas y reflexiones para celebrar a los muertos.

Piénselo bien. La verdad, fuera de la calabaza en tacha, cualquier cosa que exista en nuestro país no tiene nada que ver con esos enormes mazacotes anaranjados a los que se les pinta (o se les escarba) una sonrisa desdentada. Y también son calabazas. ¿Desde cuándo o por qué nosotros pensamos que los fantasmas se parecen a una sábana? y ¿que los espíritus que pululan por las calles mexicanas se parecen más a Freddy Krugger que a la doliente imagen de la Llorona?

Mejor no contestemos. Nada más para no caer en la clásica —y absolutamente verdadera— furia por la gringa invasión a nuestros pensamientos. Mejor, digamos la verdad. La fiesta de Halloween —tan lejana, tan ajena— tuvo su origen hace más de 3,000 años en un lugar cercano a Irlanda y era un festival de cosecha de los celtas. Para ellos, como para todo pueblo respetable, el cambio de estaciones adquiría una importancia mágica. La fiesta más importante se llamaba Samhain y era el último día de la cosecha y el comienzo del invierno, se celebraba a finales de octubre y principios de noviembre. Por alguna razón mística y misteriosa creía que aquella noche el dios de la muerte permitía a los muertos volver a la tierra fomentando un ambiente de muerte y terror. La separación entre los vivos y los muertos se disolvía y podía darse la comunicación entre unos y otros. Según las creencias celtas, las almas de algunos difuntos estaban atrapadas dentro de animales feroces y podían ser liberadas ofreciéndole a los dioses sacrificios de toda índole. También creían que los espíritus malignos salían libremente para aterrorizar a los hombres y para aplacarlos y protegerse se hacían grandes hogueras, se preparaban alimentos y se montaban macabras escenografías

Luego llegaron los romanos, y como hicieron con todo el territorio conocido, conquistaron aquellas tierras, impusieron sus propias festividades y sus propios dioses. Los cristianos destruyeron aquel imperio y sin más transición consideraron aquellas tradiciones como una adoración al diablo. Entonces, decidieron que una buena manera de convertir a los celtas al cristianismo, y sentirse más cómodos, era adoptar el mentado festival y convertirlo en una fiesta religiosa. Así el 31 de octubre, víspera del día de Todos los Santos (“all hallow’s eve”, de ahí el nombre de Halloween) decidieron permitir la celebración.

Lo anterior es suficiente como dar una explicación y decir que estamos jugando al celta que se disfraza y nada tiene que ver con la xenofobia, pero mejor rindamos culto a nuestros muertos como siempre. Con flores de cempasúchil, papel picado, velas y altarcitos. Mejor calavera que calabaza, ¿qué no?

Nos hallamos ante la disyuntiva de otros recuerdos y celebraciones. Podemos recordar a nuestros héroes: el cumpleaños de Francisco I. Madero que nació el 30 de octubre de 1873 en Coahuila y repasar su historia: decir que fue fundador del Partido Nacional Antirreeleccionista, que tuvo un destino trágico y glorioso que lo llevó a combatir al  presidente Porfirio Díaz, convertirse en presidente y en el más grande e adalid de la Revolución. Pero también podríamos hablar de un héroe muy distinto: de nuestro primer emperador Agustín de Iturbide que justo el 2 de noviembre de 1821, al traicionar el espíritu de la Independencia de México, ordenó que la bandera nacional, en aquel momento del imperio iturbidista, quedara en franjas verticales y en el siguiente orden: verde, blanco y rojo. El verde ocupaba el primer lugar en el lienzo; al centro, sobre el blanco, un águila coronada, sin culebra, nopal ni peña, pero con atributos de la casa real de España, por si acaso se ofrecía. Al final, delgado y discreto, debía ir colocado el color rojo. (Aquello de la pasión de la sangre no estaba muy bien visto y su celebración de muertos acabaría siendo su propio fusilamiento).

El Día de Muertos no puede ser ni excusa ni pretexto para morirse de lo mismo. Todavía se puede hablar de José Guadalupe Posada y su catrina misteriosa (aunque ya esté en los huesos por tanto haberle buscado cara, nombre y apellido); la hermosura de las flores y las velas, el papel picado y el copal. Pero a estas alturas y en estas circunstancias de cifras alarmantes y camposantos llenos, hasta da vergüenza hablar del sentido del humor del mexicano. Ese que hace calaveritas de azúcar y se ríe de la Muerte. (¿Me están oyendo inútiles?).

Y podríamos terminar considerando los orígenes de la celebración del Día de Muertos en México, que pueden ser trazados hasta la época prehispánica y donde nada tienen que ver las brujas en escoba, los fantasmas que parecen sábanas viejas, las calabazas que no son en tacha, o el ir a pedir el “jalogüín”. Y recordar que la fiesta nacional responde a una larga tradición de fe en la Iglesia católica: orar por aquellos fieles que han acabado su vida terrenal y  se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio o han emprendido el largo camino al más allá. Celebrar el Día de Muertos con su propia mecánica de huesos, pluma y mortaja como se construyeron los ritos. Los altares, homenaje respetuoso a la memoria de los muertos con ofrendas para agasajar a sus espíritus, obsequios para la breve visita de los que regresan en aquellos días. Un sitio donde no deben faltar los cuatro elementos: la tierra, representada por los frutos, porque alimentan a las ánimas; el papel picado que por su fragilidad y porque se mueve es como el viento; el agua para calmar la sed de nuestros muertos después del largo camino, y el fuego, con una vela que simbolice a cada alma que se recuerda y otras más, para todas las almas que hemos olvidado. (Y ya si somos fanáticos de la disciplina y el detalle, no olvidar la sal que purifica, el copal para que las almas se guíen por el olfato, y la  flor de cempasúchil que, colocada de la puerta de la casa hasta el altar indica, muy anaranjado, el camino correcto).

Todo, así puesto y así dicho, para contribuir a que las almas nuestras y las de nuestros muertos hallen justo acomodo y acordarnos que no todo se acaba con la muerte. Hay responsabilidades previas al día fatal y otras posteriores. Celebrar a los muertos no quiere decir olvidar a los vivos y prepararse para la muerte —propia y ajena— no es sólo acomodar el alma; también es darle gusto al espíritu con una decente fiesta y adecuado descanso.

Y ya dejo de escribir porque, como bien dijo Gracián, mejor hablar como en testamento, que a menos palabras, menos pleitos. Piénselo bien, lector querido, hay que celebrar porque la Muerte está tan segura de alcanzarnos que nos regala dos días de fiesta y toda una vida de ventaja.

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