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Opinión

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Mirar el feminicidio

¿Cómo se ha conformado en el imaginario social el feminicidio en México? ¿Qué nos dicen las imágenes con que se ha representado en la prensa el asesinato de mujeres por razones de género? ¿Por qué lo que antes nos horrorizaba se ha normalizado? ¿Cómo romper con esa normalización?

La “guerra contra el narco” nos ha acostumbrado a ver imágenes de una crueldad y crudeza que corresponderían a un contexto bélico. Hace apenas diez años, nos espeluznaban como instantáneas de una realidad insólita, casi inimaginable.

La naturalidad, relativa, con que ahora las vemos, habla de una creciente tolerancia social hacia ellas y hacia la violencia extrema que representan. Antes de 2007, sin embargo, otras imágenes, las de mujeres brutalmente asesinadas, tiradas en el espacio público como basura, nos con-mocionaron por su crudeza y por la brutalidad que implicaban. En gran medida, la normalización de esa violencia a través de las imágenes, de la estigmatización de las víctimas y de la trivialización de esos crímenes en el discurso oficial, han contribuido a la naturalización de un estado de cosas que es, y debería parecernos, intolerable.

Lo notemos o no, las imágenes de la barbarie tienen un impacto emocional en quien las ve, obligan a tomar posición frente a ellas, como señalaran Virginia Woolf y luego Susan Sontag acerca de la fotografía de guerra. Pensar el feminicidio desde sus representaciones visuales, como lo hace la investigadora Mariana Berlanga en Miradas del feminicidio (2018), nos obliga también a preguntarnos qué es lo que hacen estas imágenes, qué han normalizado, qué subyace al feminicidio y sus representaciones, y qué hacer frente a ellas.

Como explica esta investigadora, las imágenes no sólo re-presentan una realidad, la construyen, desde una mirada, un encuadre, que muestra una escena y deja fuera un contexto, que dice y calla a la vez. Al reproducir el cuerpo femenino tirado, semi desnudo, detrás de hombres de pie, vestidos, que lo observan o miran hacia otro lado, por ejemplo, reproducen la jerarquía social de género y, a menudo, la derrota de la mujer impuesta con el asesinato y el proceso de destrucción de su vida y su cuerpo previo a éste.

La exhibición del cuerpo ultrajado, de cerca, como si por sí mismo hablara, en otros casos, resalta el sometimiento de la mujer bajo una furia misógina brutal.

Este tipo de representaciones no sólo “muestran”, reproducen la violencia desatada contra la mujer asesinada y envían un mensaje de terror a las demás mujeres y  a la sociedad.  Berlanga no lo explicita, pero cabe notar que, cuando a la imagen se añade un encabezado amarillista, se duplica la agresión contra la víctima y contra quienes ven esa imagen.

¿Qué hay detrás de esas fotografías? No una mirada singular, sino lo que Berlanga llama “encuadres del patriarcado”, una forma de recortar la realidad desde la desigualdad estructural de género, una sociedad que todavía prescribe una masculinidad violenta y una femineidad sometida, un sistema económico que abarata más que otras la mano de obra femenina y que mercantiliza los cuerpos femeninos, una historia de represión contra las mujeres que transgreden las normas o que son vistas como transgresoras. 

La fotografía no “dice” este contexto pero lo captamos al analizar los detalles, el punto de vista, lo que sentimos al ver esa imagen, lo que nos dice acerca de la víctima, lo que deja fuera  - el dolor, por ejemplo.

Se dirá que las imágenes documentan la realidad, y sí, constituyen una evidencia, conforman un archivo; pero las evidencias no son neutrales ni cualquier archivo tiene la misma función. Por ello es necesario cuestionar esas imágenes que nos paralizan, que difunden una pedagogía del miedo. Por eso es preciso buscar y promover otros discursos visuales.

Por ejemplo, la fortaleza de las madres de las víctimas que buscan justicia, las cruces rosas que denuncian y conmemoran, los bordados que le dan nombre e historia a quienes han sido despojadas de todo; esas imágenes otras, esas memorias que quedan fuera de la historia oficial.

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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