Lectura 6:00 min
Objeciones a la elección de jueces, magistrados y ministros
El pasado 10 de junio, desde el Salón de Tesorería de Palacio Nacional, la presidenta electa Claudia Sheinbaum Pardo se refirió a las diversas propuestas de reforma constitucional que habrán de priorizarse en su administración, destacando como una de ellas la que se plantea al Poder Judicial de la Federación.
En la iniciativa presentada por el Ejecutivo Federal el pasado 5 de febrero, destaca notablemente el nuevo modelo de integración, en el cual jueces y magistrados del Poder Judicial de la Federación, así como los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, serían elegidos mediante el voto directo de los ciudadanos, a partir de candidaturas previamente seleccionadas por los tres Poderes de la Unión.
En la exposición de motivos de la iniciativa mencionada se argumenta que dicha propuesta “(…) no debilita al Poder Judicial ni merma su autonomía e independencia, sino que la fortalece a través de la legitimidad emanada del poder popular.” Sin embargo, en contraposición a esta afirmación, diversos especialistas han advertido que el modelo de integración propuesto conlleva varios riesgos que no solo podrían socavar la autonomía e independencia del Poder Judicial, sino también resultar en graves deficiencias en la impartición de justicia.
Las principales objeciones a la reforma planteada pueden sintetizarse en tres puntos principales:
1. No garantiza la capacidad técnica y conocimientos necesarios.
En la actualidad, jueces y magistrados federales deben cumplir diversos requisitos de acceso, entre los que se incluye la demostración de sus conocimientos a través de concursos públicos de oposición, compitiendo en igualdad de condiciones con otros aspirantes. En contraste, el modelo de integración propuesto no incluye un filtro previo que asegure que los candidatos designados posean la capacidad necesaria para ejercer el cargo.
Dicha deficiencia no puede ser subsanada mediante el voto popular, ya que los ciudadanos no tendrían los elementos necesarios para evaluar objetivamente a los candidatos. Esto podría resultar en la integración de los órganos jurisdiccionales por personas que carezcan de la capacidad necesaria para resolver las controversias que se les presenten, lo que, sin duda, conllevaría un detrimento en la calidad de la impartición de justicia, en perjuicio de los ciudadanos.
2. La politización de la impartición de justicia.
Por un lado, resulta incuestionable que al ponerlos a competir en campañas y elecciones populares, los aspirantes tendrían que recurrir a las estructuras electorales de los partidos políticos para poder lograr la victoria, con lo que se comprometería su imparcialidad e independencia.
Pero existe otro aspecto que incluso ha sido fuertemente cuestionado en los estados de la Unión Americana donde los jueces también son elegidos mediante el voto popular: aquel que sostiene que los miembros de la judicatura tienden a tomar decisiones que sean populares entre el electorado en lugar de decisiones basadas en la sujeción al derecho positivo.
Fernando Atria en su libro ‘La Constitución tramposa’ señala que una de las principales funciones del derecho es hacer de lo polémico algo no polémico y lo hace precisamente trivializando el conflicto político. Al resolver una controversia, el órgano de aplicación no debe cuestionarse qué es lo mejor para el interés general, sino qué es lo que dispone la ley. Y para saber esto, basta con leer el Diario Oficial.
Sin embargo, si jueces, magistrados y ministros tuvieran la misma fuente de legitimidad que el legislador —el voto ciudadano—, podrían fácilmente apartarse del texto expreso de la ley y justificar sus decisiones en razones externas a la norma, argumentando que su sentencia cumple con el mandato popular que les fue directamente otorgado.
3. Ese modelo de legitimación es incompatible con la función jurisdiccional.
Para explicar esta objeción, es importante entender la diferencia entre los principios comisarial, de representación y de independencia, que legitiman los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, respectivamente.
Por ejemplo, el Poder Ejecutivo se rige por el principio comisarial, mediante el cual, a través de la elección popular, recibe el mandato del pueblo y se convierte en comisario o mandatario de esa voluntad democrática. Por esta razón, se le denomina ‘primer mandatario’. A su vez, el ejecutivo ejerce su mandato mediante instrucciones directas a sus subordinados.
Sin embargo, a decir de Atria, esta lógica del mandato, conforme a la cual el funcionario superior encomienda al inferior una tarea a realizar (principio comisarial), es incompatible con la organización judicial, pues entre el mandante y el mandatario existe una relación jerárquica de modo que, el mandatario no puede reclamar independencia frente al mandante.
Precisamente por ese motivo el Poder Judicial no opera con esta estructura vertical de mandante-mandatario, pues cada uno de sus miembros, como depositario de ese poder, ejerce su función de manera independiente y sujeto exclusivamente a la ley (principio de independencia).
Por otro lado, el principio de representación, asociado al Poder Legislativo, implica que los miembros del congreso son elegidos para representar la voluntad y los intereses de sus electores. Cuando actúan como un cuerpo colegiado mediante el procedimiento establecido para tal efecto, en realidad están ejerciendo la autoridad que les otorga esa representación para crear el derecho que habrá de regirnos a todos.
En contraste, cuando los jueces, magistrados o ministros resuelven las controversias que se les plantean, no podrían nuevamente asumir el rol de representantes de la voluntad popular pues eso implicaría volver irrelevante el derecho legislado. Por esa ruta, el Poder Judicial estaría legitimado para apartarse del principio de independencia –que exige que sus decisiones sean adoptadas con sujeción al texto expreso de la ley–, permitiendo que sus sentencias se funden en cuestiones externas y ajenas a esta.
Como señala Miguel Ángel Córdova, la independencia judicial es lo que separa a los tribunales de las pasiones políticas temporales, y de los intereses individuales de las personas y sus representantes populares. El modelo de legitimación propuesto convertiría a los tribunales en gestores de la ley del más fuerte.
Así, la mal llamada "democratización" del Poder Judicial solo lograría institucionalizar los peores defectos atribuidos a la función jurisdiccional, demeritando la capacidad técnica, politizando sus decisiones y legitimando la desviación del texto expreso de la ley en nombre del "mandato popular" que les fue asignado.