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Prohibido por Alemania
Alemania prohibió recientemente la celebración de un Congreso palestino en Berlín, arrestó a sus partidarios judíos y prohibió la entrada al país a uno de sus organizadores, el exministro de Finanzas de Grecia. Pero el giro hacia la represión es una prueba contundente de que el consenso político pro israelí del país se está rompiendo.
ATENAS. Hace tres semanas, me prohibieron entrar a Alemania. Cuando les pregunté a las autoridades alemanas quién había tomado la decisión, cuándo y con qué argumento, recibí una respuesta formal de que, por razones de seguridad nacional, mis preguntas no recibirían ninguna respuesta formal. De pronto, mi mente se remontó a otra época cuando tenía diez años y pensaba en Alemania como un refugio del autoritarismo.
Durante la dictadura fascista de Grecia, estaba prohibido escuchar emisoras de radio extranjeras. De modo que, cada noche, alrededor de las nueve, mis padres se acurrucaban debajo de una manta roja con una radio de onda corta, intentando escuchar la emisión griega dedicada de la Deutsche Welle. Mi imaginación infantil se eyectaba a un lugar mítico llamado Alemania –un lugar, me decían mis padres, que era “el amigo de los demócratas”.
Años más tarde, en 2015, los medios alemanes me presentaron como el enemigo de Alemania. Me sorprendí muchísimo; nada podía estar más alejado de la verdad. Como ministro de Finanzas de Grecia, me oponía a la insistencia monomaníaca del gobierno alemán en una austeridad universal dura, no simplemente porque pensaba que era catastrófica para la mayoría de los griegos, sino también porque creía que sería en detrimento de los intereses de largo pazo de la mayoría de los alemanes. El espectro de desindustrialización que hoy irradia una sombra deprimente sobre toda Alemania es consistente con mi prognosis.
En 2016, a la hora de elegir una capital europea para lanzar DiEM25, el movimiento político paneuropeo que ayudé a fundar optó por Berlín. En el Teatro Volksbühne de Berlín, expliqué el motivo: “Nada bueno puede pasar en Europa si no empieza en Berlín”. Para reforzar la idea, en las elecciones del Parlamento Europeo de 2019 elegí simbólicamente ser el candidato de DiEM25, no en Grecia (donde podía ganar fácilmente), sino en Alemania.
Dada mi relación de larga data con la tierra de Goethe, Hegel y Brecht, la decisión del gobierno de centroizquierda alemán de prohibir mi ingreso al país es más desconcertante de lo que mis seres más queridos y más cercanos pueden imaginar. Dejaré en manos de mis abogados la legalidad de que se me niegue el derecho a conocer el argumento detrás de la prohibición, y haré a un lado la amenaza a mi seguridad que implica la insinuación temeraria de que, de alguna manera, soy una amenaza para la seguridad nacional de Alemania. Tampoco ahondaré en lo que mi prohibición significa para una Unión Europea donde la libertad de movimiento y de asociación es una virtud singular. Por el contrario, quiero centrarme en el significado más profundo de la prohibición.
El motivo para prohibirme el ingreso al país era un Congreso Palestino coorganizado por el partido alemán de DiEM25 (MERA25), varios grupos palestinos de apoyo y, más importante, la organización alemana Voz Judía por una Paz Justa. Pero la cosa venía de mucho antes.
En noviembre pasado, Iris Hefets, una amiga y miembro de la organización judía mencionada anteriormente, montó una protesta de una sola mujer en Berlín. Caminaba sola, en silencio, y sostenía una pancarta en la que había escrito: “Como israelí y como judía, paren el genocidio en Gaza”. Sorprendentemente, fue arrestada por antisemitismo. Poco después, la cuenta bancaria de su organización fue congelada por funcionarios incapaces de entender la ironía, más bien el horror, de que el Estado alemán incautara activos judíos y arrestara a judíos pacíficos en Berlín.
En el periodo previo a nuestro Congreso Palestino, una coalición de partidos políticos que representan a casi todo el espectro político alemán (incluidos dos líderes de mis excamaradas en el partido La Izquierda) tomó la decisión extraordinaria de crear un sitio web dedicado para denunciarnos.
Primero, nos calificaron como “trivializadores del terrorismo” frente a los ataques del 7 de octubre de Hamás en Israel. No les bastaba con que hubiéramos condenado como crímenes de guerra todos los actos de violencia contra civiles (más allá de la identidad del perpetrador o de la víctima). Querían que condenásemos la resistencia a lo que hasta Tamir Pardo, el exdirector del Mossad, describía como un sistema de apartheid diseñado para empujar a los palestinos al exilio o a una esclavitud permanente.
Segundo, decían que “no nos interesaba hablar sobre las posibilidades de una convivencia pacífica en Oriente Medio en el contexto de la guerra en Gaza”. ¿En serio? Todos los participantes en nuestro Congreso defienden la igualdad de derechos políticos para judíos y palestinos y muchos de nosotros, siguiendo el ejemplo del difunto Edward Said, apoyamos un Estado federal único como la solución para el conflicto.
Voy a dejar de lado sus acusaciones infundadas y a enfocarme en la pregunta central: ¿cómo pudo casi toda la clase política alemana abrazar esta denuncia, que preparó el terreno para la subsiguiente acción policial? ¿Cómo pudieron mantenerse en silencio cuando la policía arrestó a Udi Raz (otro camarada judío), cuando prohibieron nuestra conferencia y, sí, cuando me impidieron entrar a Alemania y conectarme, inclusive, por un enlace de video a cualquier evento en el país? Su respuesta más probable es el semirrazonamiento oficial del Estado alemán, o Staatsräson: la protección de las vidas judías y la seguridad de Israel. Pero el comportamiento reciente del Estado alemán no tiene nada que ver con proteger a los judíos (especialmente a mis amigos Iris y Udi) o a Israel. El propósito es defender el derecho de Israel a cometer cualquier crimen de guerra que sus líderes elijan en el proceso de implementar una agenda cuyo objetivo es que la solución de dos estados que dice favorecer el gobierno alemán termine resultando imposible.
Si estoy en lo cierto, hay algo más detrás del actual consenso político en Alemania. Mi hipótesis es que la clase política alemana tiene una afición por los catequismos nacionales que unen a sus miembros detrás de un deseo común: exportaciones netas como el punto fuerte de Alemania; China como el campo de juego de la industria alemana; Rusia como su fuente de energía barata, y el sionismo como prueba de que, moralmente, ha dado vuelta la página.
Una vez que se establece un catequismo de estas características, debatir su racionalidad se vuelve prácticamente imposible. Asimismo, el miedo a ser denunciado por abandonarlo motiva la denuncia concertada de cualquier apóstata que lo cuestione. Aquí lo rescatable es que los alemanes jóvenes, al ver los cuerpos que se apilan en Gaza, no tienen miedo de que los denuncien si desafían un catequismo que ha puesto en peligro la democracia, el Estado de derecho y el sentido común básico de Alemania. Es por esto que, a pesar de la prohibición, no pierdo mis esperanzas en Alemania.
El autor
Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas de Grecia, es líder el partido MERA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
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