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Opinión

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Rebelde e insurgente hasta el final

Josefa Ortiz, óleo sobre tela. Anónimo. Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec. Foto EE: Especial

Josefa Ortiz, óleo sobre tela. Anónimo. Museo Nacional de Historia Castillo de Chapultepec. Foto EE: Especial

La bautizaron el 16 de septiembre de 1768, con el nombre de María de la Natividad Josefa Ortiz Girón, apenas ocho días después de nacida. Oriunda de Valladolid, hoy Morelia —como ha de decirse siempre— perdió a sus padres a muy temprana edad y quedó bajo la tutela de su hermana mayor. Más pronto que tarde, porque los tiempos no estaban como para perder el tiempo, ambas se trasladaron a la capital del Virreinato y de inmediato hicieron gestiones ante el Real Colegio de San Ignacio de Loyola —también conocido como de las Vizcaínas— para solicitar un lugar para la niña Josefa. La petición fue concedida y desde el mes de mayo de 1789, la que habría de ser una de las más importantes heroínas insurgentes, tuvo techo, educación, sustento… y la posibilidad de recibir visitas.

Uno de los caballeros que se daba frecuentes vueltas por el Colegio era Miguel Domínguez, un abogado viudo, oriundo de la Ciudad de México, miembro de la Audiencia y oficial mayor del Supremo Gobierno de la Nueva España. Buscaba para su corazón algún consuelo y el alivio llegó pronto. La niña Josefa se había transformado en una agraciada joven mujer y cuando se conocieron el romance nació pronto. Ansiosa de tratar más profundamente al licenciado Domínguez, Josefa convenció a su hermana para que la sacara del Colegio. Decidido a casarse con ella, don Miguel correspondió con una seria petición de matrimonio. Dos años pasaron para que la hermana de Josefa accediera y hubo boda el 24 de enero de 1791. Josefa tenía 22 años, Miguel 37 y a ambos, de la mano de una nación que todavía no tenía nombre, les cambiaría la vida.

En 1802, Miguel Domínguez fue nombrado corregidor de Querétaro por el virrey Marquina, y la pareja se trasladó a aquella ciudad. Una vez allí, el corregidor y su esposa se ganaron el aprecio de la gente y la fama de que siempre procuraban el bienestar de todos los vecinos.  Josefa comenzó a destacarse por su temperamento temerario y emprendedor, por su talento para abordar y resolver cualquier problema y un pensamiento claramente a favor de la libertad y la insurgencia. Ya para 1808, cuando, ocurrió el llamado por muchos “primer golpe de Estado de nuestra historia”, es decir la aprehensión del virrey Iturrigaray y su familia, la corregidora ya no tuvo dudas. Convencida de que los criollos nunca serían como los peninsulares, los indígenas seguirían llevando una vida miserable y la Independencia era lo más importante aceptó luchar – y hasta poner su casa— para conspirar contra la tiranía.

Igual que en Valladolid, en Querétaro, con el pretexto de tratar sobre temas culturales y artísticos, se anunciaron las tertulias literarias que no eran más que juntas a favor del Movimiento Insurgente. Primero, en la Academia Literaria del clérigo José María Sánchez y después en casa de “el maduro corredor de esa ciudad”: es decir el Corregidor y su esposa Josefa. Los oficiales Allende y Aldama, los licenciados Lasso y Parra y los hermanos comerciantes Epigmenio y Emeterio González, eran frecuentes invitados. Desde allí, Allende informaba a Hidalgo sobre los movimientos políticos y los acuerdos sobre la conspiración y doña Josefa se enteraba, dando su mejor opinión sobre los planes para iniciar la lucha, costara lo que costara y le pareció perfecto. Sabía que la ubicación de los conspiradores era muy conveniente para el movimiento, y ella, debido a su papel como esposa de una autoridad, el elemento clave, podía informar, con toda precisión, sobre las medidas y movimientos del gobierno virreinal. Todo ello, además, porque comprendía que Querétaro era la puerta del Bajío e importante cruce de caminos para favorecer el desplazamiento de los insurgentes.

Cuando llegó el mes de septiembre de 1810, el número de seguidores aumentó, pero también las denuncias y la vigilancia de las autoridades. Tras varias acusaciones, un anónimo fechado el 9 de septiembre delató las idas y venidas de los capitanes Allende y Aldama entre Dolores y Querétaro y señaló un próximo levantamiento. El 11 de septiembre el corregidor fue acusado de estar coludido con la conspiración y guardar armas y proclamas en su casa. El día 13, se ordenó el cateo de la casa de Josefa. Mientras se llevaba a cabo —y para protegerla, dijo su marido— don Miguel la dejó encerrada en el segundo piso.

Cuenta la leyenda que fue entonces cuando se quitó el zapato y comenzó a golpear fuerte en el piso. Que el alcalde Ignacio Pérez, alcanzó a escucharla y cuando se asomó por el agujero de la llave, Josefa le dijo que, sin perder un segundo, se encaminara a San Miguel el Grande y enterara al capitán Allende que corrían peligro y habían sido descubiertos. Esa misma noche, la detención de los conjurados provocaría el aborto del plan original, que era levantarse en armas el 8 de diciembre.  Sin embargo, ya advertidos y después de conferenciar en Dolores, Allende, Aldama e Hidalgo calcularon los riesgos y decidieron lanzarse a la insurrección.

 A las dos de la mañana del día 16 de septiembre de 1810, todos estaban en la cárcel, incluidos el corregidor y doña Josefa. Todavía no sabían que Miguel Hidalgo convocaría al pueblo a levantarse en armas durante la misa patronal de aquel mismo día, casi al amanecer del 16 de septiembre. La Corregidora fue encerrada en un convento. Allí pasó muchos años de su vida, pero una vez en libertad siguió apoyando a los insurgentes. Víctima de tisis, Josefa Ortiz de Domínguez falleció en la Ciudad de México en 1829. Dicen que conservó el valor intacto y el carácter de siempre, pero que el gozo de saber que la Independencia de México había sido consumada, la renovaba día tras día y hasta el final.

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